Ofelia


En los años de penuria que pasó en la milicia, se prometió a sí mismo que haría cuanto pudiera por alcanzar una vida acomodada.


1. La estrategia del soldado

Ricardo llegó a la pequeña capital de provincia a principios del verano de 1900. Tenía treinta y tres años, y los diez últimos los había pasado en el ejército de ultramar, en Filipinas primero, en Cuba después. Batió armas contra los Estados Unidos en el 1898, hasta que en la batalla de las Lomas de San Juan fue herido y evacuado a la retaguardia. Jamás volvió a reincorporarse a su batallón, porque España capituló antes. Regresó a la patria por la puerta de atrás, como soldado de una guerra perdida, sin vítores ni desfiles, con la sospecha del deshonor colgada a su espalda, una fatigosa herida de metralla que le hacía cojear levemente y una modestísima pensión de teniente en la reserva.

En los años de penuria y privaciones que pasó en la milicia, se prometió a sí mismo que cuando regresara a la península y retomara su vida de civil, haría todo lo posible por salir de la miseria y alcanzar una vida acomodada.

Conoció a Ofelia el día grande de las fiestas de la ciudad, en la recepción que dio el alcalde a las personas destacadas de la comarca. Evidentemente, Ricardo no habría sido invitado si no hubiera mediado en ello la caprichosa esposa del magistrado emérito del partido judicial, mujer necesitada de atención, de curvas generosas y mediana edad, veinte años más joven que su decrépito marido, a la cual Ricardo había dedicado semanas de artero galanteo con sonrisas y frases dulces.

Acudió Ricardo a la fiesta vestido con un pulcro traje que días antes había adquirido bajo fianza en una conocida sastrería de la ciudad. Deambuló en un principio entre los invitados con cierta inseguridad, con una copa de vino en las manos y una sonrisa fingida en los labios, vigilado de cerca por la celosa mujer del magistrado emérito, que congelaba el rostro cada vez que Ricardo se acercaba a una mujer bonita.

Entre vino y vino, fue ganando confianza, hasta que finalmente, haciendo gala de todo su encanto personal, se vio charlando con desconocidos sobre sus experiencias bélicas en ultramar, algunas verdaderas, muchas otras inventadas.

Su conversación llamó la atención de un hombre de edad avanzada, voz apagada y ojos hundidos que sugerían algún tipo de enfermedad que minaba gravemente su salud. La elegancia de su porte y su bastón con empuñadura de marfil lo retrataban como un hombre de posición más que acomodada. Se presentó como Leopoldo Carrión, propietario de una de las mayores haciendas de la provincia. Aseguraba ser un gran patriota y se interesó por la carrera militar de Ricardo. Le agradó enterarse de su condición de oficial, y admiró  y lamentó a partes iguales las heridas que había sufrido en combate. Criticó duramente al gobierno por la debilidad que había propiciado la pérdida de las últimas colonias de ultramar. Ricardo le escuchaba con fingido interés, pues lo que realmente atraía su atención era la chica que lo acompañaba y que permanecía en silencio junto a él.

— Pero qué desconsiderado soy —dijo el anciano cuando observo la forma en que Ricardo miraba a la joven—, permítame que le presente a mi hija Ofelia.

Se trataba de una joven de poco más de veinte años, alta y delgada. Su cabello cobrizo era largo y ondulado y delimitaba un rostro de pálida belleza, de mejillas ligeramente sonrosadas y diminutas pecas que salpicaban deliciosamente el puente de su nariz. Sus gestos tímidos y medidos, y sus azules ojos esquivos, cautivaron de inmediato a Ricardo.

Un asunto repentino requirió la atención del anciano y Ricardo se encontró de pronto a solas con Ofelia. Aprovechó la ocasión para envolverla en zalamerías. Era una presa ingenua y, por tanto, fácil para un hombre con la experiencia de Ricardo. Ella escuchaba absorta las mil maravillas de paraísos ultramarinos que él refería haber visitado en sus aventuras militares. Cuando la orquesta municipal comenzó a tocar valses y pasodobles, él la sacó a bailar. Mientras tanto, desde un rincón del salón, la mujer del juez emérito, junto a su decrépito marido, los observaba con los labios apretados de enojo y los ojos hirvientes de celos.

Cuando las campanadas de la catedral dieron las doce de la noche, como si sus tañidos hubieran desencadenado el fin de un hechizo de cuento de hadas, ella se despidió de él y se marchó junto a su padre, en un carruaje de caballos que les aguardaba en la puerta del palacio municipal en el que se celebraba el festejo.

Él aún se demoró media hora más antes de marcharse, empleando ese tiempo en recopilar entre los asistentes toda la información que pudo sobre aquella joven y su anciano padre.

Leopoldo Carrión era un indiano que había regresado a España desde Cuba veinte años atrás, en posesión de una importante fortuna. Se presentó en la ciudad viudo, millonario y con una hija de tres años, dispuesto a afincarse para el resto de sus días en la comarca. Ofelia había nacido en La Habana y no guardaba recuerdos de su tierra natal. No había conocido tampoco a su madre, que murió de unas fiebres apenas dos años después de su nacimiento. Poseían una hacienda a unos kilómetros de la capital, la cual les permitía vivir desahogadamente de las rentas. El anciano se hallaba gravemente enfermo de una dolencia pulmonar y su hija se encontraba sola en el cuidado de su padre, pues carecían de familiares cercanos. Tampoco se le conocía a la joven relación con ningún hombre de la ciudad.

La oportunidad que se le presentaba a Ricardo era la mejor de cuantas él hubiera esperado encontrar: un anciano millonario aquejado de una grave enfermedad, viviendo los últimos días de su existencia, y una hermosa joven, dócil e impresionable, dedicada en soledad al cuidado de su padre y que, a no tardar mucho, heredaría toda su fortuna.

De forma que, en las semanas sucesivas, se hizo el encontradizo con Leopoldo Carrión y su hija. Indagando sobre sus costumbres, se las arregló para coincidir con ellos en las calles que frecuentaban, en los eventos a los que averiguó que acudirían; se tropezó con Ofelia un domingo en misa de las doce, a la que asistía cada semana mientras su padre discutía de política con sus amigos en el club social de la ciudad; hasta consiguió, por mediación de la mujer del magistrado emérito, a la que tuvo que volver a seducir, ser admitido como socio del Gran Casino del Paseo Marítimo, del que también lo era Leopoldo Carrión.

Así, poco a poco, fue fraguando una estrecha amistad con el acaudalado anciano y con su hija, que, era evidente, también se mostraba interesada por él.

2. La muerte del anciano

Durante el tiempo que duró su estrategia de seducción y cortejo, Ricardo había vivido a salto de mata, aparentando lo que no era, haciendo ver que ocupaba una posición que su magro sueldo de teniente en la reserva evidentemente no le permitía. Acudía a viejos amigos de armas en mejor posición que él para pedir préstamos que después alargaba indefinidamente, se cobraba antiguos favores, se jugaba sus pocas pesetas en timbas nocturnas que unas veces terminaban con unos pocos duros de ganancias en sus manos, y otras con los bolsillos vacíos y unas copas de más fiadas a noches más prósperas.

Pero esta doble vida era invisible para Ofelia y su padre. Para ellos, él era un intachable y heroico oficial del ejército español, herido en el campo de batalla en defensa de la patria y licenciado con honores, acomodado caballero de buena familia que había tenido la desdicha de perder a sus padres unos años atrás, en el desafortunado descarrilamiento de un tren en las cercanías de Talavera de la Reina.

Un día fue invitado a la hacienda, junto con otros amigos de la familia, a la celebración del vigésimo tercer cumpleaños de Ofelia. Se presentó con una hora de adelanto para ganar la atención de sus anfitriones y entregó como regalo a la joven, una gargantilla de oro que, con más engaño que fortuna, había conseguido ganar dos semanas antes en una de sus partidas nocturnas a un ingenuo turista inglés. Después de los postres y las atenciones de rigor con las que los invitados obsequiaron a la joven, consiguió raptar a Ofelia para disfrutar con ella de un paseo a solas por los jardines de la finca. Esta era la oportunidad que Ricardo venia buscando desde hacía semanas. Haciendo gala de todas sus mañas de convicción, hincó la rodilla en el suelo y declaró su amor a la joven, la cual, rendida al rubor, confesó franca correspondencia.

A partir de esa tarde, los sucesos se precipitaron. Ricardo pidió formalmente a Leopoldo Carrión la mano de Ofelia; este, no ocurriéndosele mejor partido para ella que aquel valiente teniente en la reserva, entregó sin dudar la mano de su hija; y así quedó formalizada su relación a ojos de toda la comarca. El enlace fue finalmente anunciado para el primer domingo del mes de septiembre siguiente.

Pese a toda su estrategia, a toda su calculada planificación, pese a su inicial aspiración de alcanzar la prosperidad a cualquier precio y sobre cualquier persona, se despertó un día pensando insistentemente en Ofelia como en algo más que un mero instrumento para alcanzar su objetivo, y reflexionó intrigado si ese sentimiento, nuevo para él, no sería el amor verdadero. Le gustó pensar que de eso se trataba y se sorprendió al comprobar que junto a ella, las horas pasaban volando, que a su lado sentía algo que se aproximaba bastante a lo que él entendía debía ser la felicidad, y tuvo que admitir que muy posiblemente se estaba enamorando de aquella chiquilla. Se prometió a sí mismo que a partir de la boda haría borrón y cuenta nueva y se transformaría en un hombre diferente al que hasta ese momento había sido.

Desgraciadamente, el inicio de los preparativos nupciales coincidió con el repentino agravamiento de la enfermedad del anciano. Con una rapidez inesperada, su salud se deterioró hasta el punto de verse imposibilitado de salir de su hacienda. Fue necesaria la contratación de una enfermera para que ayudase a Ofelia en el cuidado de su padre. De esta forma pasó, entre accesos de tos incontrolada, los interminables días del que sería su último verano, sentado en su butaca favorita, a la sombra de los limoneros del jardín, leyendo el periódico que día sí, día no, le traía de la ciudad el cartero, y viendo con satisfacción cómo había conseguido, antes de su inevitable final, asegurar el futuro de su hija junto a un hombre de honor.

Desafortunadamente, el anciano murió antes de ver cumplido este último deseo. Una mañana, al acudir Ofelia a despertarlo, se lo encontró frío y con los ojos vidriosos mirando al más allá.

Las exequias por el difunto terrateniente tuvieron lugar en la calurosa tarde de un viernes de mediados de agosto. A ellas acudió lo más granado de la alta sociedad de la provincia, incluidos el gobernador civil y el alcalde de la ciudad. Ricardo presidió impertérrito, con escrupulosa flema militar, el cortejo fúnebre hacia el cementerio, tomando del brazo a su prometida, que deshecha de dolor, ocultaba su rostro lloroso tras sus manos cubiertas con guantes negros. Los dos soportaron estoicos la ronda de pésames, y todos los asistentes, excepto la mujer del juez emérito, alabaron la fortaleza con la que el joven sostuvo en la desdicha a la hija del finado.

Una semana después del entierro, recibieron la visita del notario, amigo por demás de la familia, el cual les informó que por expreso deseo del difunto, la apertura del testamento no se haría hasta una semana después de la boda de su hija. Esta extraña cláusula intranquilizó considerablemente a Ricardo. ¿Qué motivos podría tener el anciano para haber dispuesto esta condición?

La boda se pospuso varias semanas para guardar el duelo debido, y fue finalmente fijada para el segundo domingo de octubre. Este tiempo de prórroga sirvió para que Ricardo le diera más vueltas en la cabeza al problema del testamento. Ideaba mil razones por las cuales el viejo podía haber decidido postergar su lectura, y ninguna le parecía positiva. Este tema se tornó fuente de todas sus obsesiones, hasta el punto de mantenerle despierto cada noche hasta altas horas de la madrugada.

Una tarde en la que Ricardo acudió a la hacienda para visitar a Ofelia, aprovechó los escasos minutos en los que esta le dejó solo en el salón de la casa para preparar unos cafés, para entrar furtivamente en el despacho de Leopoldo Carrión. Todo estaba limpio y ordenado, como si el anciano todavía lo usara a diario; Ofelia profesaba una gran devoción por su padre y lo conservaba con la escrupulosa pulcritud que a él le hubiera gustado. Con el temor de ser sorprendido, pero a la vez con la determinación que su obsesivo pensamiento le imponía, rebuscó en los cajones, y en un doble fondo que su instinto de tahúr le ayudó a encontrar, dio con una pequeña carpeta con documentos que le parecieron importantes. Los estaba examinando cuando escuchó desde el pasillo el tintineo de las tazas de café que Ofelia traía desde la cocina. Apenas tuvo tiempo, antes de devolver los documentos al doble fondo, de coger una cartilla bancaria cargada de anotaciones que se guardó en el bolsillo de su chaqueta.

Cuando horas más tarde pudo revisar a solas la cartilla, comprobó que correspondía a una cuenta del Banco Mercantil del Cantábrico. Observó que lo que era una saludable cifra de siete dígitos en la primera página de las anotaciones, se iba devaluando progresivamente con el sustraendo de insidiosos números rojos. La última anotación databa de al menos un año antes, fecha desde la cual la cartilla no había sido actualizada, y se trataba de un capital tan escuálido, que a Ricardo se le congeló el corazón. ¿Era ese todo el dinero del que había dispuesto el difunto Leopoldo Carrión en los últimos meses? Era de prever que, si la progresión de las detracciones había seguido el mismo ritmo que el año anterior, esa cifra debía de ser en ese mismo momento mucho más pequeña.

Decidió recurrir a una de sus antiguas amistades del ejército, un comandante retirado al que una vez salvó la vida en un lance de armas en Filipinas y que poseía contactos en los círculos bancarios más exclusivos. Necesitaba saber el estado actual de las cuentas de Leopoldo Carrión. El comandante le pidió que le diera unas semanas de margen para conseguir esta información, y le aseguró que en cuanto la tuviera en su poder, se lo notificaría mediante un telegrama.

Mientras tanto, Ofelia, desconocedora de las tribulaciones que asaltaban a su prometido, se dedicaba en cuerpo y alma a los preparativos de la boda, lo cual le servía de ayuda para distraer su mente del dolor que la muerte de su padre le había provocado.

— No sé qué haría sin ti, ahora que mi padre ya no está —le dijo Ofelia a Ricardo una tarde soleada en la que él acudió a visitarla, días antes del enlace, cuando a él ya le asaltaban las dudas.

El telegrama llegó la tarde antes de la boda. Su amigo le confirmaba que el padre de Ofelia había muerto dejando una cantidad de deudas que difícilmente podrían quedar saldadas con la venta de todas sus propiedades. Él leyó y releyó una y otra vez el mensaje con creciente angustia. Sus sueños de prosperidad se desmoronaban ante sus ojos. El astuto anciano había ocultado su crítica situación económica tanto a Ricardo como a su propia hija. La lectura del testamento posterior al enlace era claramente una estratagema para asegurarse de que su ruina no interferiría en la ceremonia.

¿Qué debía hacer? Por una parte creía amar sinceramente a Ofelia, pero por otra, se veía incapaz de renunciar a esa vida desahogada que se había prometido conquistar al finalizar su carrera militar. ¿Estaba dispuesto renunciar por Ofelia a esa aspiración que él consideraba primaria?

Aquella noche las dudas le hicieron oscilar de un extremo a otro de la balanza. Pero la madrugada no es buen momento para tomar decisiones sobre temas importantes; los problemas se magnifican y los insomnes se entregan con facilidad a la desesperación.

Cuando amaneció el día que estaba destinado a ser el más importante de sus vidas, él ya había tomado una decisión.

3. El destino de la prometida

El día de la boda amaneció plomizo y desapacible. Pesados nubarrones grises proyectaban su sombra sobre el valle de la ciudad, dotando al paisaje de una oscura atmósfera de leyenda gótica.

Ricardo, que había pasado la noche en vela, se levantó con el corazón encogido. Se vistió maquinalmente con su traje de boda, que llevaba un par de días pulcramente colocado en un galán de noche en su dormitorio. Solamente cuando se miró al espejo para colocarse la pajarita, se dio cuenta de lo absurdo de su acción, pues finalmente había decidido anular el enlace.

Sin darse tiempo a pensar más, se anudó los zapatos y salió a la calle. Aunque lo más sencillo hubiera sido enviarle una nota a Ofelia notificándole la ruptura, decidió que en este trance debía ser valiente y afrontarlo cara a cara con ella. Cogió un coche de caballos en la plaza del Ayuntamiento y pidió al cochero que lo llevará a la hacienda de los Carrión.

Ordenó detener el coche en la puerta de acceso al jardín principal de la finca e hizo a pie el resto del camino hasta la casa. Como encontró la puerta principal cerrada, bordeó el edificio y entró por la puerta de servicio, que daba a la cocina. Caminó por el pasillo hacia el salón y escuchó risas en el piso de arriba. Tosió para hacerse oír, pero nadie pareció escucharlo, de forma que subió las escaleras. El jolgorio que había escuchado procedía del dormitorio de Ofelia. Dudó en ese momento si debía darse la vuelta o no, pero antes de decidirlo, se vio sorprendido por su prometida, que salía de la habitación acompañada por dos primas suyas que habían venido para asistirla en ese día especial. Estaba Ofelia esplendorosa, vestida ya con su traje de boda, a falta del velo. En sus manos llevaba el ramo de novia. Se quedó sorprendida al verlo parado frente a ella, al borde de las escaleras.

— ¡Ricardo! ¿Pero qué haces aquí?

— Yo… —balbuceó él sin conseguir articular palabra.

— ¿Nadie te ha dicho que trae mala suerte que el novio vea el traje de la novia antes de encontrarse con ella en el altar?

— Tengo algo que decirte —dijo Ricardo recuperando su compostura.

— Ahora no tengo tiempo, Ricardo —contestó ella—, dentro de diez minutos va a venir el fotógrafo y todavía tengo que peinarme y colocarme el velo.

— Es muy importante que hablemos.

El semblante serio de Ricardo alertó a Ofelia.

— ¿Pero qué pasa?

— Tenemos que hablar a solas, Ofelia.

*      *      *

Salieron al jardín y recorrieron el sendero empedrado hasta la puerta de la hacienda. Las primas de Ofelia los observaban desde el porche de la puerta principal, y Ricardo no quería testigos de su conversación.

— Demos un paseo.

— Pero se me van a manchar los bajos del vestido con el polvo del camino.

— No te preocupes por eso, demos un paseo —Repitió Ricardo.

Caminaron un trecho hasta que un recodo del camino los ocultó de la línea de visión del caserón de la finca.

— Esta visita tuya ha sido de lo más inoportuna, Ricardo. Me estás poniendo nerviosa.

— Ofelia, no puedo casarme contigo.

Ella pareció no escuchar las palabras de Ricardo. Jugueteó unos instantes con su ramo de flores y después, alzando la mirada a las densas nubes que cubrían el cielo, dijo:

— Que mala suerte hemos tenido con el tiempo… Parece que va a llover. Tenía todo preparado para celebrar el banquete en el jardín, pero como llueva, no vamos a poder hacerlo.

Habían llegado a un puente que cruzaba el río que, procedente de las montañas cercanas, desembocaba en el mar unos kilómetros más al norte.

— Ofelia… ¿Me has escuchado? No vamos a casarnos.

Ella le miró esbozando una sonrisa de incredulidad.

— Pero qué barbaridad estás diciendo.

— Que no vamos a casarnos.

— Ricardo, no es día para esta clase de bromas.

— No es una broma… Me marcho de la ciudad esta misma tarde.

Ella comprendió, por la expresión de su rostro, que no estaba bromeando.

— Pero… No entiendo… ¿Por qué? ¿Qué he hecho mal?

— Tú no has hecho nada mal Ofelia. No es culpa tuya.

— ¿Entonces…?

— Me marcho lejos. No creo que vuelva.

— Pero…No… No puede ser…

Ella dejó caer al suelo el ramo de flores y se arrojó a abrazar a Ricardo, pero él se apartó dando un paso atrás.

— No me dejes Ricardo, no puedes irte así… ¿Qué voy a hacer yo sin ti?

Sus manos tomaron las solapas del traje de Ricardo, que esta vez no pudo zafarse, y hundió el rostro en su pecho.

— No me dejes sola, no puedes irte… no me dejes sola.

Él la cogió por las muñecas y la apartó.

— Es mejor así, Ofelia. No soy lo bastante bueno para ti.

Ella cayó de rodillas a sus pies y el vuelo de su vestido se infló en torno a su cintura.

— Me matas, Ricardo. Me estás matando —se lamentó deshecha en llanto.

Él dio varios pasos atrás, horrorizado, trastabillando, a punto de perder el equilibrio.

— Lo… lo siento mucho… —tartamudeó—, yo no quería que esto ocurriera así.

Y tras decir estas palabras, giró sobre sus talones y se alejó corriendo, dejando tras de sí a Ofelia arrodillada en el puente, junto a su ramo de flores. No tuvo valor de voltear la vista para observarla por última vez. Corrió por los caminos huyendo de su indignidad. Se sentía el hombre más infame del planeta.

*    *     *

Ricardo detuvo su carrera sin destino a la orilla del río, junto a una frondosa alameda. El viento azotaba su follaje y le arrancaba un áspero susurro cargado de tenebrosos presagios. Se sentó a descansar sobre un peñasco desde el que dominaba el curso de la corriente. Las aguas fluían muy lentas hacia el mar, calmadas, casi estancadas. Bajaban cargadas de maleza, musgo y hojas muertas, silenciosas y sombrías a la gélida luz de aquella mañana otoñal.

Abrumado por la escena que acababa de protagonizar, se ensimismó en sus lóbregos pensamientos. Ni siquiera en sus días de soldado, en los campos de batalla después de un combate, se había sentido tan consternado como lo estaba en ese momento. Las últimas palabras que había escuchado de los labios de Ofelia, “me matas, Ricardo; me estás matando”, habían quedado, como un eco que no se extinguía, incrustadas en el interior de su cráneo y era incapaz de desalojarlas. Sentía su miseria como un tumor que crecía en su pecho y le cortaba el aliento; porque a pesar de todas las circunstancias, en el momento en el que Ofelia había pronunciado esas terribles palabras, una parte de él había sentido por la joven el amor más profundo que jamás había experimentado por ninguna otra mujer, pero también sabía que su otra mitad, aquella que le dominaba sin piedad, aquella sumergida en la codicia y el egoísmo que hacía tantos años había perdido toda humanidad, le prohibía volverse atrás.

Se le fue con estos pensamientos la noción del tiempo, hasta que la visión de un extraño objeto flotando en las aguas del río le hizo volver a la realidad.

El corazón le dio un vuelco.

Se trataba del cuerpo inerte de Ofelia. Se deslizaba majestuosa río abajo, tan hermosa en la muerte como lo fue en la vida, su cabello cobrizo flotando como una nube roja alrededor de su pálido rostro y los ojos azules perdidos en el infinito. Los brazos laxos sumergidos a ambos lados de su pecho y las palmas de las manos emergiendo tímidamente del agua, como suplicando un abrazo que nunca iba a llegar. Su precioso vestido de novia envolvía piadosamente su cuerpo y a su alrededor flotaban desordenadas las flores de su ramo de boda.

Se quedó paralizado en la orilla, observando, sin poder mover un solo dedo, cómo el cadáver de Ofelia, la mujer con la que, ahora lo sabía, debía haberse casado esa misma mañana, era arrastrado río abajo por la corriente, hasta que un cañaveral que crecía en la orilla, se lo ocultó de la vista.

Sintió de repente una soledad infinita, como si se hallara abandonado en el confín más remoto del planeta.

El viento arreció enfurecido a su alrededor, azotando sus ropas con vehemencia. Las copas de los árboles rugieron abatidas por el vendaval. Comenzaron a caer, cargadas de ira, las primeras gotas de lluvia, frías y cortantes, mojando su rostro descompuesto. Parecía como si los elementos se hubieran confabulado en su contra por la infamia que acababa de realizar. Levantó las solapas de su chaqueta para resguardar su cuello de la lluvia y hasta él llegó el olor del perfume que las manos de Ofelia habían dejado impregnado en ellas cuando intentó en vano convencerle de que no la abandonase. El aroma embriagó su alma, destruyendo lo que le restaba de entereza, y finalmente, como si una mano invisible hubiera abierto una espita en su corazón, comenzó a llorar silenciosamente, como un niño desamparado.


El Peregrino de Casiopea - Ofelia
Ofelia (1851-1852, John Everett Millais)

Cáceres, 11 de junio de 2022

Dedicado a quien espera pacientemente mis escritos


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