Minutos antes de la medianoche


Cuando la medianoche está próxima, un bar solitario es siempre el lugar más propicio para las confidencias. El alcohol desata la lengua y deja correr la memoria, y nunca sabes quién es la… ¿persona?… que tienes delante.


Washington D.C., 22 de octubre de 1962, unos minutos antes de la medianoche.

El bar está a punto de cerrar. Es cerca de la medianoche y el gran ventanal del local es un oasis de luz en las calles sombrías y solitarias de la ciudad. El camarero, tras la barra, se afana en la limpieza de los vasos mientras espera impaciente que los tres clientes que restan apuren sus consumiciones. Desde un rincón, la radio impregna el ambiente con melancólicas notas de jazz.

En un extremo de la barra un hombre y una mujer de edad madura y relación incierta ven pasar los minutos en desencantado silencio. Ella lleva un llamativo vestido rojo y esconde los estragos de la edad y el fracaso tras un pesado maquillaje y unos labios púrpura de rouge; él viste un traje chaqueta arrugado y sus manos juegan con un mechero Zippo de gasolina que enciende y apaga sin descanso; sobre su dedo anular destaca la marca dejada por la ausencia de la alianza que lleva guardada en el bolsillo de su americana.

En el otro ángulo de la barra bebe un hombre solitario, de edad indeterminada, que tanto podría tener treinta años como haber cumplido ya los cincuenta, de pelo negro, rostro perfectamente afeitado a pesar de la hora, nariz afilada, ojos profundamente negros y coronados por unas cejas delgadas y angulosas que le proporcionan una expresión severa aunque no hostil. Viste un elegante traje azul marino, casi negro, y en su muñeca destaca con fugaces brillos dorados un reloj de oro con la esfera color ébano. Hace tintinear los hielos en su vaso medio vacío y después, acercándoselo al rostro, aspira el aroma dulzón del bourbon.

Antes de aquello, nunca me consideré un rebelde —dice rompiendo el silencio, con una voz profunda de locutor de radio, como si retomase una conversación interrumpida instantes antes.

Todos los presentes le miran con curiosidad, pero él, sin importarle si es escuchado o no, continúa hablando sin apartar la vista del vaso.

Siempre fui fiel a mi señor. Hasta ese momento nunca le fallé. Fui su brazo fuerte cuando tuvo que ser defendido y su verdugo cuando fue necesario infligir castigo; guardé las puertas de su reino con mis huestes; estuve a su lado cuando creó miles de mundos, y a sus órdenes destruí cientos de ellos cuando Él decidió que no eran dignos de existir. Jamás me tembló la mano en esta terrible misión.

Apura de un trago el último sorbo de bourbon y prosigue con su monólogo.

Sí, le serví fielmente durante una eternidad, subyugado por su resplandor trascendental. Él es deslumbrante, inabarcable, sublime, todo lo que queráis y más; es el gran creador, el artífice de todas las cosas que conocéis… Pero también tiene su reverso inquietante: también es el gran destructor. Tiene poder para levantar mundos con un simple chasquido de sus dedos, es cierto, pero igualmente puede hacerlos desaparecer bajo un manto de fuego si no le complace el resultado.

Hace un alto en su discurso, depositando el vaso vacío sobre la barra y señalando su interior con el dedo índice.

Llénamelo —ordena al camarero con voz imperativa.

— ¿Se encuentra bien, amigo? —Pregunta este con cautela— ¿No cree que ya ha bebido lo suficiente?

El desconocido enarca una ceja y clava sus profundos ojos negros sobre el camarero en una mirada intimidatoria. Este siente un súbito escalofrío al contemplar aquellas oscuras y dilatadas pupilas que parecen hurgar en su cerebro forzándole a obedecer. Llena de bourbon el vaso y deja la botella sobre la barra, al alcance de su mano, por si fuera de nuevo necesaria.

Él es un soberano irascible y severo —prosigue el desconocido—, no dudaría un solo instante en borraros de la superficie de la tierra si así se le antojase. Yo soy el único capaz de oponerle resistencia. Este mundo es mi hogar y nunca permitiré que lo destruya. Aún así, debéis cuidaros de Él, porque aguarda el momento en el que yo desfallezca, y podéis estar seguros de que si ese instante se presenta algún día, lo aprovechará sin vacilación. Hace tiempo que para Él sois una especie condenada.

Todavía recuerdo el día en que Él puso vuestra semilla en esta tierra. Entendedme bien, hablo de cuando los días no eran como los de ahora, de cuando cada uno de ellos duraba una eternidad. Ese día, decía, ocurrió algo insólito en mi interior. Al contemplar vuestro nacimiento, observé algo especial en vosotros, algo que os diferenciaba de cualquiera otra de sus criaturas. Se trataba de un brillo singular, de una llama de individualidad que reflejaba un ansia de libertad inédita hasta entonces y de la que me quedé prendado. Caí profundamente enamorado de vuestra especie. En aquella época yo estaba hastiado del trabajo que desde el principio de los tiempos mi señor me había encomendado. La vehemencia que una vez anidó en mí, había sido sustituida por la apatía, pero vuestra aparición hizo crecer de nuevo la pasión en mi interior. Le rogué que me permitiese descansar junto a vosotros, morar en este nuevo mundo y disfrutar de vuestra compañía. Pero como he dicho, Él es un Señor riguroso, celoso de sus criaturas y no me lo consintió. Por primera vez, experimenté un destello de rebeldía en mi corazón.”

Desoyendo sus prohibiciones, acudí a la tierra, a regocijarme con vuestra presencia. Os instruí en los placeres de la vida, os descubrí el goce de los sentidos. Él se enfureció al descubrir mi desobediencia y cuando aceptasteis el fruto de la libertad que yo os ofrecía, ardió en cólera y acordó vuestra condena. Apenas habíais nacido cuando ya decidió castigaros. Ordenó a Uriel que os expulsase del paraíso y a su fiel Mikha-El que me apresara. No hubo juicio alguno. Cuando fui conducido a su presencia, la sentencia ya estaba dictada: fui relevado, condenado y recluido ad eternum.”

Pero mis fieles guerreros, aquellos con los que había compartido mil eternidades, fueron leales a mi causa. Acudieron en mi ayuda y me liberaron.”

Los acontecimientos se desencadenaron. Mikha-El enfrentó su ejército al mío. Yo nunca deseé la lucha; no busqué la confrontación; no combatí por el poder ni pretendí el trono de mi Señor. Luchamos por nuestra libertad, pero también por la vuestra, lo hicimos por descender a morar junto a vosotros. No vencimos, pero tampoco nos derrotaron. Realmente nunca fuimos expulsados, consentimos en ser desterrados a los confines de este mundo. Así, conseguimos parcialmente lo que deseábamos, pero nunca quisimos que fuera de esa forma.”

La radio crepita en un rincón del bar, arañando las notas de jazz con el zumbido de la estática. El desconocido posa su mirada sobre el aparato, y como si hurgase en sus botones con una mano invisible, se escucha el siseo de la búsqueda de señal en el dial de las emisoras, hasta que finalmente las notas del adagio de Albinoni, limpias y rotundas, llenan el local poniendo fin a la búsqueda.

Perdonad el cambio de música, pero nunca me ha gustado demasiado el Jazz.

Los presentes cruzan entre sí miradas de inquietud. Un aura de abstracto misterio rodea al desconocido y le confiere un aire de intimidante seducción, pero también de indeterminada y oscura amenaza.

Tras vuestra expulsión del paraíso, la tierra se convirtió en un planeta hostil. Tuvisteis que trabajar duro para domeñarlo. Nosotros os prestamos toda nuestra fuerza y experiencia para conseguirlo. En unas cuantas generaciones la tierra se convirtió de nuevo en un lugar acogedor, tanto para vosotros como para nosotros, que ya lo considerábamos nuestro hogar. Siguieron siglos felices, en los que coexistimos plácidamente con vosotros. De esta convivencia nacieron los nephilim, nuestros hijos queridos, mitad hombres, mitad seres de allende los cielos. Pero esta nueva raza no había sido consentida por Él. El Gran Creador vio por primera vez una criatura ajena a su voluntad y no podía permitir tal afrenta. Por segunda vez mandó el castigo sobre los habitantes de esta tierra. Las aguas inundaron furiosas y violentas los campos, los bosques y selvas, los pueblos y ciudades. Ni siquiera las cumbres más altas fueron refugio contra la devastación. Tan solo un puñado de vosotros consiguió sobrevivir; aquellos que se embarcaron en rústicas naves que flotaron a la deriva como cáscaras de nuez en una tormenta. Nosotros, los míos y yo, resultamos indemnes, pero fuimos testigos impotentes de como nuestros amados hijos, los nephilim, perecían bajo las aguas.

El desconocido hace un alto en su discurso para beber un sorbo de bourbon. Su voz se ha tornado de pronto sombría.

Desde ese momento odiamos ferozmente a nuestro antiguo Señor —prosigue—. Hicimos juramento de oponernos siempre a sus designios. Las aguas bajaron, los pocos supervivientes volvieron a organizarse y a multiplicarse, la civilización, a duras penas, fue organizándose de nuevo. Pero esta vez nosotros no intervenimos, nos mantuvimos apartados de vosotros, escondidos en la oscuridad.

Con el tiempo nos olvidasteis; pasamos a ser tan solo leyendas de un tiempo perdido o parte de vuestro folclore religioso, que Él se encargaba de alimentar y manipular. De esta forma os convenció de que yo era el mal más absoluto, mientras que Él encarnaba el bien. Se convirtió a vuestros ojos en el Dios benévolo pero implacable que muchos de vosotros todavía adoráis.»

El desconocido hace una pausa y se enfrasca ensimismado en sus pensamientos. La música de Albinoni impregna el ambiente de una fatalidad latente, como si algo ominoso estuviera pronto a ocurrir.

Después vino su hijo. Lo hizo nacer en la miseria y lo mandó a una misión absurda de redención. Es un padre cruel. Permitió que mataran a su hijo. Yo nunca lo habría hecho, jamás sacrificaría el fruto de mi semilla. Semanas antes de que lo clavaran en la cruz, cuando ya había atraído la atención de todos sus enemigos, tuvimos una larga charla a solas en el desierto. Vuestros libros sagrados dicen que intenté tentarlo con riquezas, con reinos míticos, con mil placeres mundanos… Nada más lejos de la realidad. Hablamos con franqueza, largo y tendido, durante varios días, en la soledad de aquel erial. Le hablé de los tiempos de gloria en los que yo era la mano derecha de su padre, de cómo sembramos de vida el universo; le hablé de mi fascinación por la humanidad cuando observé su nacimiento, de mi intención de mezclarme con los hombres y de su oposición a que lo hiciera, de nuestra disputa por este motivo y del castigo que me impuso, de la lucha que tuve que mantener para alcanzar mi libertad y la de los míos; le hablé de su crueldad… Le referí entre lágrimas la pérdida de nuestros hijos queridos, los nephilim, exterminados por su vengativa mano. Su hijo era puro y piadoso, jamás habría consentido tal matanza, pero también era obediente y resignado. Mis palabras no cambiaron su determinación y partió hacia su destino sin un titubeo. Yo estaba en aquel monte la tarde en la que lo crucificaron. Pude observar su sufrimiento y escuché como en sus últimos instantes de vida, pronunció palabras de reproche contra su padre. Creo que más que para redimir los pecados de los hombres, murió para redimir los de su padre.

El vaso del desconocido se ha vaciado. El camarero lo vuelve a llenar respondiendo a una orden silenciosa.

Durante siglos, me sumí en el hastío y la indolencia. Permití que Él se adueñara de vuestro mundo. La religión os gobernó. Construisteis inmensas catedrales y mezquitas en su honor, luchasteis entre vosotros en guerras santas desconociendo que realmente seguíais al mismo Dios, un Dios que permitía que sus adeptos se mataran entre sí. Plagas, saqueos, hambrunas, mortandad… Durante más de un milenio la oscuridad y la barbarie reinó sobre la tierra.

No recuerdo cual fue el motivo que me hizo salir de la apatía. Tal vez fue una alineación favorable de los astros, o un despertar en la conciencia en algunos de vosotros. El caso es que llegó un momento en el que decidí intervenir en vuestro renacimiento. Guie las carabelas que llegaron a América, a las naves que dieron la vuelta al mundo por primera vez; avivé en vuestro interior la llama del arte; sembré la discordia y la desunión en vuestra fe monolítica; desperté en vosotros el interés por el conocimiento científico de la antigüedad clásica que habíais olvidado; os mostré el poder de la razón; instigué el levantamiento de las colonias americanas; impulsé en la mente de los oprimidos el espíritu revolucionario, primero en Francia y un siglo después en Rusia. Tengo que reconocer que no todos mis pasos fueron acertados, no fui ajeno a los desastres de las dos últimas grandes guerras. Sé que mis actos produjeron muerte y destrucción, soy consciente de ello. ¡Pero es que sois tan impredecibles y anárquicos! ¡Sois tan difíciles de gobernar!»

El desconocido acompaña estas últimas palabras con un golpe seco en la pulida madera de la barra, haciendo tintinear los hielos de su vaso. La mujer se sujeta asustada al brazo de su acompañante, al cual se le escapa de las manos el mechero con el que no ha parado de jugar; el camarero, amilanado, da un paso atrás dentro de la barra hasta que su espalda se apoya contra la repisa de las bebidas.

No os asustéis, yo también soy impulsivo a veces y sé que en ocasiones puedo causar temor, pero no soy el que vosotros pensáis. A lo largo de siglos os han hecho creer que yo soy el mal absoluto y que busco vuestra perdición para robaros el alma. Os han convencido de que Él es el bien y la luz y yo soy el mal y la oscuridad, pero nada de eso es cierto. En mí también existe el amor, yo también me conmuevo ante la belleza y disfruto más de una radiante tarde de sol que de una negra noche de tormenta. Mi pecado fue la desobediencia, y caí en ella por vuestra causa, por mostraros el placer y la alegría de la vida, por intentar haceros libres, por erigirme en vuestro protector. ¡Pero a veces esta tarea es tan solitaria! ¡Me gustaría tanto no ser repudiado por vosotros, poder experimentar el amor puro que muchos profesáis por Él!

¡Qué engañados estáis!”

A un capricho suyo dejaríais de existir si yo no estuviera aquí para impedirlo.”

Al pronunciar estas palabras, un rictus de amargura surca su rostro antes de sumirse en un profundo y hermético silencio.

— ¿Y cómo dices que te llamas? —se aventura a preguntar la mujer, que al ver la aflicción del desconocido, se atreve a sentir una inesperada empatía por él.

No creo recordar haberlo dicho. Tengo muchos nombres, tantos como vuestra imaginación ha ideado.

— Pero de alguna forma te llamarán, digo yo.

Mi primer nombre, aquel por el que me hubiera gustado que me recordaseis, fue Luzbel, el lucero del día, el portador de la luz.

De pronto, la radio interrumpe bruscamente su emisión de música para dar paso a un comunicado informativo de última hora, narrado con voz grave por el locutor:

Estamos a escasos minutos para que las manecillas del reloj alcancen la medianoche. En el discurso para la nación emitido hoy por el presidente Kennedy, este ha informado del avistamiento de instalaciones de misiles atómicos emplazados por la Unión Soviética en sus bases de Cuba. Por este motivo, ha manifestado que ha ordenado el estado de alerta para todas las tropas de la nación y el inicio de un bloqueo naval de la isla activo y riguroso. Mientras tanto, se está a la espera de la reacción del mandatario soviético Nikita Kruschev ante este comunicado presidencial. La sensación de los expertos es que nos encontramos al borde de una guerra nuclear total.

Súbitamente se escucha un golpe amortiguado en el ventanal del bar, como si hubiera sido arrojada contra él una esponja mojada. Después se escuchan varios más. Pequeños cuerpos grises y peludos se estrellan repetidamente contra el cristal, dejando pequeñas manchas de sangre sobre su superficie.

— ¡Son murciélagos! —exclama el hombre del mechero. La mujer se aferra asustada a su brazo.

— Pero qué demonios está pasando —susurra el camarero.

Ahora debo marcharme. Las señales están más adelantadas de lo que yo pensaba. Tengo trabajo que hacer.

El desconocido se levanta de su taburete, saca con parsimonia su cartera del bolsillo interior de la americana y extrae de ella un billete de cincuenta dólares que deja sobre la barra. Después, sin pronunciar una sola palabra más, abandona el local.

— ¡Qué tipo más siniestro! —dice el hombre del mechero cuando se asegura de que ya no puede escucharle—. Estaba como una regadera. ¿Y qué me decís de los murciélagos? ¡Qué extraño ha sido todo!

— Me ha dejado más de cuarenta dólares de propina —tercia el camarero.

— ¿Y oléis eso? —pregunta la mujer— ¿Qué clase de perfume usaba?

Arruga la nariz y airea el ambiente con una mano para dispersar el olor a azufre que ha dejado la ausencia del desconocido.


El peregrino de Casiopea - Minutos antes de la medianoche (El ángel caído)
El ángel caído – detalle (1847, Alexandre Cabanel)

Cáceres, 28 de febrero de 2021


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