Cuatro anillos de boda


Su amor quedó truncado por un suceso irreparable que los separó para siempre doce meses atrás. Jamás volverían a estar juntos. Sin embargo…


1.

En el camino empedrado del cementerio, allí donde la empinada cuesta se hace mas penosa y las personas más ancianas o las más débiles sienten la necesidad de descansar, existe un pequeño receso con un banco de forja y una fuente natural de la que mana agua fresca y cristalina de la sierra. En este lugar existe también un mirador desde el que se domina el pueblo, de tejados rojos y fachadas floridas, los huertos fértiles de sus proximidades y los bosques de robles y castaños que asciende por las laderas de los montes que lo rodean.

El cementerio se encuentra a poco más de dos de kilómetros del pueblo, junto a una ermita que conmemora a su patrona y suele ser habitual que las gentes del pueblo paseen por la vereda para visitar a sus familiares fallecidos o presentar ofrendas a la virgen de la ermita.

Pero aquella melancólica tarde de domingo el camino estaba desierto. Pesadas nubes de tormenta preñadas de agua cubrían el cielo con un manto oscuro, y un viento desapacible barría del suelo las hojas secas del otoño. Era el primer aniversario de la muerte de Julia y llevaba en las manos un ramo de lirios rojos para su tumba. A ella siempre le habían gustado los lirios rojos. Sobre mis hombros pesaba inmenso el martirio de su ausencia. Al pasar junto a la fuente me venció la debilidad y tuve que detenerme para aliviar con su agua helada el nudo que apretaba mi garganta.

Dejé el ramo de flores en el banco y me agache junto al caño del manantial. El agua caía dócil sobre la somera pileta de piedra labrada de su base. Me humedecí el rostro y después ahuequé las palmas de las manos y bebí despacio. Mientras lo hacía, un trueno se dejó escuchar en la lejanía, reverberando entre las cumbres de las montañas y presagiando la inminencia de la lluvia. Debía apresurarme si quería llegar al cementerio antes de que la tormenta se desatara.

Me incorporé para recoger las flores del banco, y al hacerlo me sobrevino un súbito mareo. Tuve que tomar asiento para no desplomarme. Se me nubló la vista y por unos instantes me vi sumido en una vertiginosa sensación de vacío. Decenas de diminutas centellas brillaban a mi alrededor. Me veía incapaz de mover un solo músculo, como si repentinamente hubiera perdido el control de mi cuerpo.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que poco a poco fui recuperando los sentidos. El limpio sonido del agua de la fuente a mis espaldas y el viento incesante en mi rostro, hicieron que volviera a la realidad. Lentamente, el paisaje que me rodeaba fue tomando forma otra vez, bajo la apagada atmósfera de la tarde encapotada.

Esperando que las fuerzas me volvieran, permanecí sentado en el banco unos minutos. Desde allí podía ver el tramo final del camino que ascendía hasta la cima de la colina, donde el perfil del cementerio se recortaba impasible contra el horizonte: su rigurosa tapia de cal blanca, sus cipreses verticales e impasibles como centinelas asomados tras el muro, la ermita con su modesto campanario y sus estrechos ventanucos.

Forzando la vista, pude observar la diminuta figura, delgada y elegante, de una mujer joven vestida con ropas oscuras. La acompañaba un perro que corría inquieto a su alrededor. Ambos cruzaron la puerta del camposanto y se adentraron en él. Al parecer yo no era el único visitante del cementerio aquella desapacible tarde de otoño.

Me incorporé con dificultad y afronté con paso lento el último tramo del camino. Mientras me acercaba a mi destino, rememoré el último día de Julia, doce meses atrás.

2.

Hacía apenas unas semanas que nos habíamos mudado al pueblo, hartos del ajetreo de Madrid. Ella había heredado de sus padres, un par de años antes, una propiedad con una gran casona y unas instalaciones que en tiempos de sus abuelos habían sido un antiguo lagar, y que decidimos convertir en un hostal o residencia rural. La comarca gozaba de una gran reputación entre los amantes del turismo de naturaleza y creíamos que el negocio funcionaría lo bastante bien como para permitirnos vivir de él. Ni Julia ni yo éramos demasiado exigentes y nuestra única ambición era la de vivir juntos, con sencillez y tranquilidad, en aquel paraje de ensueño.

La mañana en que ocurrió, estábamos en la bodega anexa a la gran casona, donde teníamos pensado instalar las cocinas y el comedor, que además de dar servicio de comidas a los clientes del hostal, estaría abierto al público general como restaurante especializado en la cocina tradicional de la comarca. Pero para ello el lugar necesitaba una importante reforma. Una gran parte del presupuesto destinado a ella se lo llevaría la reparación del tejado. Décadas de abandono lo habían maltratado de forma severa. La humedad se había filtrado al interior y las vigas de madera que sujetaban el techo se encontraban muy deterioradas. Nos encontrábamos inspeccionándolas cuando escuchamos un crujido alarmante sobre nuestras cabezas. Yo cogí a Julia del brazo para arrastrarla fuera del edificio, pero ella se resistió. Nuestro perro Loki, un hermoso cocker spaniel blanco y negro que nunca se despegaba de nosotros, se había entretenido persiguiendo a un ratón entre los utensilios almacenados en la bodega. Lo llamamos, pero el animal estaba obcecado en su caza. Julia se soltó de mi presa y corrió hacia él. Las vigas del techo crujieron por segunda vez, era evidente que no iban a aguantar mucho más tiempo. Todo ocurrió en un suspiro, pero en mi memoria lo recuerdo ralentizado: yo corrí tras de Julia, que arrastraba a Loki por el collar; sobre sus cabezas el techo comenzó a desprenderse; ella me lanzó una mirada de angustia reclamando mi ayuda y yo no conseguí alcanzarla antes de que la lluvia de cascotes cayera sobre ella; una nube de polvo cegó mis ojos y después… silencio.

Mientras la polvareda se asentaba, la llamé a gritos, pero no me contestó. Luché desesperadamente por liberar su cuerpo con la vana esperanza de encontrarla con vida. Cuando conseguí llegar hasta ella comprendí que había muerto en el mismo instante del derrumbe. Junto a ella yacían los restos sin vida del perro. No sé cuanto tiempo estuve llorándola, arrodillado junto a su cuerpo roto, aferrado a su mano que poco a poco iba enfriándose. Tengo confuso en el recuerdo lo ocurrido a continuación: las luces azules de la Guardia Civil al llegar, la sirena de la ambulancia, los afanes de los médicos por despegarme de Julia y curar la brecha que un cascote había producido en mi frente. Aquella noche dormí sedado en el hospital.

La tarde del día siguiente fue su entierro. Cruelmente se trató de un día de sol radiante, como los que le gustaban a Julia. Las campanas de la iglesia del pueblo doblaron por ella toda la mañana, y pese a que apenas conocíamos a nadie del lugar, la asistencia al funeral fue mayoritaria. El trayecto a pie hasta al cementerio detrás del coche fúnebre, el descenso del féretro en la fosa y la larga sesión de condolencias, fueron un suplicio que soporté con la mayor entereza que pude. Después, me recluí en la casona y pasé en soledad aquella primera noche sin Julia.

Al día siguiente enterré a Loki en el jardín trasero de la casona, junto a un inmenso rosal que Julia había hecho plantar allí.

Pasé la siguiente semana empaquetando sus cosas y guardándolas en nuestro dormitorio. Después coloqué un candado en la puerta y tiré la llave al fondo del pozo del jardín. Cuando estuviese preparado, cuando contemplar sus vestidos y sus joyas, sus libros y su colección de muñecas de porcelana ya no me causasen la agonía que en esos momentos me producían, buscaría una cizalla para romper el candado y abriría de nuevo la puerta.

Tan solo me quedé con su frasco de perfume y su alianza de boda, que colgué de mi cuello enlazada en el cordón de oro que las navidades anteriores ella me había regalado. Desde entonces siempre la llevaba conmigo, junto al corazón. También guardaba en un bolsillo un pequeño pañuelo de tela impregnado con su perfume. Cuando la añoraba más allá de lo que podía soportar lo sacaba y me lo acercaba al rostro. Su olor me la traía de vuelta, siquiera durante un breve instante, como un reflejo perdido del pasado.

Ensimismado en estos pensamientos, cuando quise darme cuenta ya había cruzado la puerta del cementerio. Me enjugué con el dorso de la mano una lágrima rebelde que me resbalaba por la mejilla. Viejas cruces maltratadas por el tiempo flanqueaban el camino que conducía a la zona de las tumbas más recientes. Las nubes, estancadas en el cielo, pesadas y tenebrosas, rezumaban amenaza de lluvia inminente. El viento hacía tañer débilmente la pequeña campana de la ermita y mecía insensible los cipreses sobre las frías lápidas.

De pronto escuché un ladrido frente a mí. Un precioso cocker spaniel blanco y negro corría a mi encuentro.

La sangre se heló en mis venas.

— ¿Loki…? —dije en un susurro de incredulidad.

El perro saltó de alegría al escuchar su nombre, dio unas cuantas vueltas a mi alrededor y acabó apoyando sus patas delanteras sobre mi pecho sin dejar de gemir.

No podía ser cierto. Era totalmente imposible.

— ¿De verdad eres tú, Loki?

3.

Sin darme tiempo a reaccionar, el perro salió a la carrera, adentrándose entre los pasillos de lápidas del cementerio. Yo lo seguí intentando no perderlo de vista, temiendo que si lo hacía, ya no volvería a verlo más, sin preguntarme qué maravilloso sortilegio era el que lo había traído de vuelta.

Pronto me di cuenta de que me estaba conduciendo hacia la tumba de Julia. Una inquietud repentina golpeó mi corazón.

Alcé la vista y allí la vi, de pie junto a la lápida, vestida con las ropas de la mujer que unos minutos antes había observado en la distancia desde el banco del camino. El perro saltaba eufórico a su alrededor, anunciándole mi llegada. Llevaba en la mano una solitaria rosa roja, inmensa y hermosa. Ella me miró incrédula y la flor cayó de su mano al suelo. Su rostro, hermoso, pálido, marcado por la impronta de un sufrimiento reciente, quedó petrificado, sus ojos clavados en los míos.

— Julia… —apenas pude susurrar su nombre mientras consumía los últimos metros que nos separaban.

Ella se llevó las manos al rostro y cubriendo su boca, ahogó un sordo gemido. Así se quedó congelada, inmóvil mientras me acercaba. Sus ojos parpadearon y temí que sufriera un desvanecimiento. Corrí hacia ella y logré sujetar su cuerpo tembloroso antes de que cayera al suelo.

— Julia… —repetí sujetando sus hombros— ¿Eres tú?

Ella recobró el aliento y me miró como quien mira una quimera.

— Mario…

Yo asentí sin poder articular palabra. Ella me abrazó con toda la vehemencia que sus fuerzas le permitieron. Sentí su mejilla cálida sobre mi mejilla y hasta mí llegó el inconfundible aroma de su perfume. Respiré su esencia y la sujeté férreamente contra mí, dispuesto a no dejarla ir, con la idea de que tan solo si se esfumaba como el humo lograrían arrebatarla de mi lado.

Con sus labios junto a mi oído, sin despegar su cara de la mía, Julia comenzó a susurrar una súplica urgente:

— Mario… Cariño, no me dejes. No te vayas, no te vayas, no te vayas…

— Tranquila, amor, no me voy a ningún sitio —acerté a responder—. Me quedo contigo.

4.

En la débil penumbra de la tarde encapotada, el viento implacable arrancaba flores secas de las tumbas y los hacía volar a nuestro alrededor. Mientras permanecíamos abrazados, ninguno de los dos nos cuestionábamos cómo era posible nuestro imposible encuentro. Yo temía que el mero hecho de plantearlo, podría deshacer el encantamiento. Loki, por su parte, se había cansado de corretear a nuestro lado y nos miraba fijamente, como si también intuyera que algo mágico estaba pasando.

Yo me separé un poco de julia y observé su rostro cerciorándome de que realmente era ella. Tenía el pelo más corto y las ojeras hundían levemente sus ojos, pero seguía siendo igual de hermosa que como la recordaba.

Miré la lápida de la tumba que teníamos frente a nosotros. Por un momento pensé que me había equivocado, porque era de un mármol más oscuro del que mi memoria me decía, sobre ella había un farolillo metálico que yo nunca había colocado y a su lado un ramo de rosas rojas como la que un momento antes había caído de las manos de Julia.

Cuando leí la inscripción de la lápida, mi corazón dio un vuelco.

— No puede ser —balbuceé.

Sobre el mármol estaba grabado mi nombre y debajo de él, el epitafio: “Tu amante esposa no te olvida, hasta que el destino nos reúna para toda la eternidad”. A continuación, la misma fecha fatídica de aquel día de octubre en el que Julia me dejó.

Estaba ante mi propia tumba. Pero eso no era posible, porque yo estaba vivo, porque la tumba que tenía delante no podía ser otra que la de Julia, la mujer de mi vida, aquella que un año antes había visto morir, aquella que yo mismo ayudé a enterrar en aquel exacto lugar, aquella que me dejó el corazón vacío con su partida, aquella que increíblemente ahora tenía junto a mi.

Pensé que me había vuelto loco, imaginé que tal vez viviera una fantasía, temí que todo fuera un sueño, deseé estar viviendo un milagro… No tenía miedo porque, en cualquier caso, fuera cual fuese la explicación a aquella insólita situación, solo podía ser dichosa, porque Julia estaba a mi lado, porque los dos estábamos otra vez juntos.

Miré de nuevo a Julia. Ella me observaba maravillada, paralizada por la sorpresa.

Alcé el ramo de lirios que todavía llevaba en las manos, un poco desordenado por la efusión del abrazo, pero todavía intacto.

— Toma, Julia… —me resultaba extraño volver a pronunciar su nombre mirándola a los ojos—, las he traído para ti. Son lirios rojos, tus flores preferidas.

Ella se deshizo en un llanto que no pudo contener. Cogió las flores acariciándome las manos y me sonrió con sus labios cerrados, con sus mejillas surcadas de lágrimas y sus ojos cansados sonriendo también.

De pronto, la lluvia comenzó a romper las nubes. Julia sacó un paraguas del bolso que colgaba de su hombro, siempre ha sido mucho mas previsora que yo, lo abrió y cogiéndome del brazo nos resguardó con él de la lluvia.

— Vámonos a casa —dijo.

Y juntos, acompañados por Loki, caminamos en silencio bajo la lluvia, bajando al pueblo por el sendero del cementerio.

5.

Al entrar en casa la encontré extraña, diferente a como la había dejado apenas un par de horas antes. La percha de la entrada no tenía colgado mi abrigo, en su lugar, había una cazadora de piel color marfil que Julia había comprado un mes antes de su muerte y una gabardina de mujer que nunca antes había visto y que calculé debía ser de su talla.

En el salón seguía estando colocado junto al sofá el cojín donde Loki dormía y que yo había retirado el mismo día que enterré sus restos en el jardín trasero de la casona.

La puerta del dormitorio que yo había cerrado con candado estaba abierta y en su interior se observaba parte de nuestra cama sobre cuyos pies reposaba una pila de ropa recién planchada.

Pero lo que más me llamó la atención fue una pequeña mesita colocada junto al mueble bar del salón, donde ardía una vela roja junto a un marco de plata con mi fotografía, y colgada de uno de sus vértices había sido colocada una cadenita de oro con una alianza. Se trataba de un pequeño altar en mi memoria. Me acerqué para observarlo más de cerca.

— Coloqué esto aquí en tu memoria el día siguiente a tu entierro —dijo Julia a mi espalda.

Cogí el anillo que pendía de la foto y lo examiné detenidamente. Como sospechaba era idéntico al que llevaba en mi dedo anular, incluso en el defecto de grabación de una de las letras de mi nombre.

— ¿Mi entierro has dicho? —pregunté dejando el anillo otra vez en su sitio y volviéndome hacia Julia.

Ella me devolvió la mirada con un gesto de desesperación.

— No sé que está pasando, Mario. No sé cómo es posible que estés aquí a mi lado, si eres producto de mi imaginación o si me estoy volviendo loca… Pero si eres tú de verdad…

— Soy yo de verdad, Julia…

Se dejó caer en el sofá y yo me senté junto a ella.

— Cuéntame qué ocurrió, Julia: ¿Qué pasó el veinticinco de octubre del año pasado?

— ¿No lo sabes?

— Cuéntamelo, cariño. Por favor, es importante.

6.

— Estábamos revisando el techo de la bodega. Queríamos repararlo para instalar en ella el salón comedor del albergue. Estaba todo muy destartalado y sucio, tendríamos que invertir mucho tiempo y dinero en rehabilitarlo. Nos preocupaban sobre todo los desperfectos del techo. Llevaba una semana lloviendo sin parar y la humedad había hecho que las vigas de madera se volvieran quebradizas. Tuvimos muy mala suerte. Escuchamos un crujido que nos alarmó y corrimos hacia la salida, pero Loki se quedó rezagado. Lo llamamos pero no nos atendió. Yo corrí hacia él y tú me seguiste. Cogí al perro por el collar para arrastrarlo fuera pero no me obedecía. Entonces el techo se vino encima de nosotros, tú me empujaste y me lanzaste fuera de la zona del derrumbe. Mi mano quedó trabada con el collar del perro y Loki fue arrastrado conmigo… pero tú no tuviste tanta suerte. El tejado cayó sobre ti.

Julia se deshizo en llanto y tuvieron que pasar unos interminables instantes antes de que pudiera continuar con su relato.

— Intenté quitar con mis propias manos los cascotes que te cubrían, pero no tenía fuerzas. Llamé al 112, pero cuando llegó la ayuda solo pudieron sacar tu…

Las lágrimas volvieron a interrumpir sus palabras. Yo la estreché con todas mis fuerzas. Ella hundió su rostro en mi pecho y se abandonó al llanto entre mis brazos.

— Tranquila, cariño. Todo eso ya no importa. Ahora estoy aquí contigo y no me voy a separar de ti.

Poco a poco volvió a tranquilizarse.

— Necesitamos una tila —le dije— ¿sigues guardándola en la alacena de la cocina?

Ella asintió enjugándose las lágrimas con un pañuelo de papel que cogió de la mesa del salón.

— Vamos —le dije tendiéndole la mano— acompañame y nos la preparamos juntos.

En la cocina, mientras calentábamos el agua para las infusiones, me quedé absorto admirándola.

— Te has cortado el pelo.

Ella sonrió coquetamente y se atusó el cabello con las manos, pero no contestó.

— Sigues estando preciosa.

Volvimos al salón con las tazas calientes. Nos sentamos en el sofá y ella recostó su cabeza sobre mi hombro.

— Fue una pesadilla, Mario. Tu entierro, el duelo, las noches sin ti… No comprendo como es posible que estés aquí conmigo.

— Yo tampoco Julia. Para mí ha sido todo tan difícil como para ti.

Le conté mi historia, mi versión de aquel fatídico día, en el que yo no había conseguido llegar a tiempo para salvarla. Nuestras historias diferían en ese detalle. En mi recuerdo yo no pude salvarla y ella y el perro murieron, en el suyo, yo la alcancé y pude empujarla fuera de la zona de peligro, pero resulté aplastado por los escombros. Nuestras líneas temporales divergían a partir de ese momento. Ella vivió una vida sin mÍ y yo viví una vida sin ella, hasta que aquella tarde, por un extraño designio, nos reencontramos en el cementerio. Ella visitando mi tumba y yo la suya, en el primer aniversario de nuestras muertes. Pero por la causa que fuera, la realidad que había perdurado era la suya: la tumba del cementerio era la mía, una vela roja ardía en mi memoria en el pequeño altar del salón, aquí Loki dormía plácidamente en su cojín, junto a nosotros.

Me levanté, cogí la alianza de matrimonio que colgaba de mi foto en la mesilla y volví junto a Julia. Me quité mi alianza del dedo y con ambos anillos en la palma de mi mano se los mostré. Era imposible distinguir uno del otro. Ella los cogió y los examinó maravillada.

— Quítate un momento tu alianza —le dije.

Ella obedeció y me la entregó. Yo saqué de mi pecho la cadena que pendía de mi cuello y extraje de ella la alianza que saqué del dedo de Julia el día de su entierro. Lo mismo que mis anillos, los suyos coincidían hasta en los más mínimos detalles.

— Son iguales también —susurró ella al examinarlos —, como los tuyos.

Pusimos los cuatro anillos de boda sobre la mesa, los dos míos por una parte y los dos suyos por otra, y los contemplamos atónitos.

— No solo son iguales —respondí—, son los mismos.

7.

No alcanzábamos a comprender qué maravilloso fenómeno había permitido nuestro reencuentro. Ignorábamos si fue por voluntad de un ser superior que se había apiadado de nuestra soledad, o si tal vez nuestro amor fue más fuerte que la muerte y nos permitió cruzar su frontera, o si a consecuencia de un fenómeno físico desconocido aconteció un fallo fortuito e irrepetible en la trama de la realidad. La causa no importaba, lo importante era el resultado, y este era que de nuevo estábamos juntos.

Era evidente que me encontraba en la realidad de Julia y no en la mía, de forma que para todas las personas que conocíamos, y para el sistema administrativo del estado, yo estaba muerto. Teníamos claro que no podía dejarme ver para no tener que dar unas explicaciones que en realidad no poseíamos o para evitar una investigación de las autoridades que dificultarían enormemente nuestras vidas. Decidimos marcharnos del pueblo y comenzar una nueva vida en otro lugar, lejos de allí, donde nadie nos conociese.

Julia puso en venta la propiedad, y mientras se vendía, nos trasladamos al otro extremo del país. Teníamos ahorros suficientes para subsistir unos años. Nuestra idea era instalarnos en el extranjero. Pensamos que Argentina sería un buen lugar para comenzar de nuevo. Cuando vendimos el viejo lagar, compramos una casa en el barrio de Palermo en Buenos Aires. Como yo no podía utilizar mi propia identidad, asumí una nueva con ayuda de un pasaporte falso que pagué a precio de oro en un respetable y carísimo bufete de abogados de Madrid del cual mejor no dar señas.

Ahora, Julia y yo somos felices en la ciudad porteña. Vivimos desahogadamente, aunque sin excesos, de lo que nos da el negocio que hemos montado. Ninguno de los dos ha dejado lazos familiares en España, no tenemos hermanos y nuestros padres murieron hace años. No dependemos de nadie ni nadie depende de nosotros.

Desde entonces he leído mucho sobre cualquier disciplina que pueda aportarme algo de luz sobre lo insólito de nuestra experiencia: conocimientos paranormales, ciencia de vanguardia, física cuántica, teoría del multiverso. Según esta última, ante cada disyuntiva que se nos presenta en la vida, tomamos todas las decisiones posibles, y cada una de ellas genera una realidad alternativa que se desgaja de las demás. Existe un universo paralelo al que vivimos, en el que Julia murió al desprenderse el techo de la bodega y en el que yo permanecí; de ese universo provengo yo. Seguramente existirá otro en el cual ambos nos salvamos, y un tercero en el que ambos morimos.

Me pregunto muy a menudo cual fue el momento exacto en el que crucé el puente entre mi realidad y la de Julia, y siempre llego a la misma conclusión. Debió tratarse del instante en el que me agaché para beber agua en la fuente del camino del cementerio, cuando escuché el trueno en la lejanía y sentí el súbito mareo que me obligó a sentarme en el banco. Fue desde allí que vi por primera vez a Julia y a Loki cruzando la puerta del cementerio, aunque en ese momento no la reconocí. En ese instante ya había cruzado la frontera.

Como he dicho, ahora somos felices. Después de vivir un año en la desdicha infinita de una pérdida que parecía irreparable, nos hemos encontrado felizmente con una segunda oportunidad. A veces me cuestiono si la Julia que tengo a mi lado es mi misma Julia, porque a la mía yo la vi morir, pero me basta una sonrisa suya, una mirada de sus ojos deslumbrantes de felicidad, para que aparte esos pensamientos de mi cabeza. Ella está aquí, conmigo, y nada puede empañar la dicha que ello me aporta. Aún así, algunas veces me despierto intranquilo en mitad de la noche, pensando si no habrá sido todo un sueño, y tengo que alargar la mano y tocarla en la oscuridad para convencerme de que no es así.

A pesar de todo, aún queda algo que me inquieta poderosamente y empaña en parte mi felicidad: la certeza de que en una fosa de un cementerio en España se están consumiendo los restos de mi cuerpo muerto.


El Peregrino de Casiopea - Cuatro anillos de boda

Cáceres, 27 de septiembre de 2020


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