Nerea


Las olas le acarician la puntera de los zapatos y piensa que tan solo existe una forma de aliviar su culpa.


El niño, desolado por la culpa, deja que las olas acaricien la puntera de sus zapatos. Piensa que tan solo existe una forma de aliviar su desazón. Dará un primer paso al frente, después dará un segundo, y un tercero, y seguirá adentrándose en el azul hasta que sus ojos se nublen con la sal y las algas se enreden en sus piernas. Y allí se reunirá con Nerea.

Su amiga Nerea, su temprano primer amor, a la que, desde hace tres días, todos los habitantes del pueblo buscan sin descanso. Pero él sabe que no la encontrarán. Por mucho que la busquen en la cala de los cangrejos, o entre las rocas de la rompiente de las tormentas, o en el islote de las gaviotas, por más que rastreen los acantilados y los prados costeros, jamás darán con ella. Porque Nerea está en las profundidades, jugando con los delfines, amaestrando caballitos de mar, acompañando el canto de las ballenas con el sonido de una caracola, peinando sus largos cabellos negros con un peine de coral.

Y es que nadie salvo él sabe que Nerea en realidad es una sirena. Ella misma se lo ha contado muchas veces, cuando paseaban por la playa en los días ventosos del otoño. Él se reía porque siempre huía de las olas que rompían en la orilla, y ella contestaba que no podía dejar que le alcanzasen, porque si le mojaban los pies, sus piernas se convertirían en una gran cola de pez. Él la miraba incrédulo, pero ella, con el rostro iluminado por un hálito sobrenatural, le respondía contándole historias de sus hermanas nereidas, del estricto Rey Poseidón, de fabulosos tesoros de barcos hundidos; y él, contemplando su vehemencia al narrar todas estas aventuras, no podía sino creer a pies juntillas todo lo que ella le contaba.

Hasta que en la tarde de hace tres días, cuando paseaban por lo alto del acantilado de las águilas, él le pidió que le mostrara por una vez su cola de pez. Ella dijo que no era momento, pero él insistió sin descanso, y tanto lo hizo, que Nerea se enfadó y dio por terminada la discusión. Entonces, en un arranque de frustración, él la empujó al precipicio y la vio caer a las turbulentas aguas del océano. No temió por ella, porque una sirena no puede ahogarse, todo el mundo sabe que respiran bajo el agua y que con el sinuoso movimiento de su cola, pueden nadar como el más ágil de los delfines. De forma que se sentó sobre una roca y esperó para verla aparecer entre la blanca espuma de las olas.

Así estuvo aguardando hasta el anochecer, pero Nerea no apareció.

Desde entonces, todos los adultos del pueblo la buscan por tierra y por mar. Él, por miedo a una reprimenda, les ha dicho a sus padres que no sabe donde puede estar. Pero ahora, en la playa, al borde de las olas, se siente abrumado por la culpa, y la desazón que le causa es infinita. Ha decidido que caminará mar adentro, en busca de su amiga, y le dirá que lo siente, que ya no le castigue más con su silencio y acuda con él a la orilla para pasear por la arena hasta la puesta del sol.


El Peregrino de Casiopea - Nerea
Niño mirando al mar (1891, Edward Hopper)

Cáceres, 5 de agosto de 2022