Doppelgänger


Salió de su casa más liviano que de costumbre, como si se hubiese despojado de un abrigo pesado.


1

Hay otro como yo en la ciudad.

Lo he visto en la televisión esta misma tarde, en uno de esos programas de actualidad en los que hacen conexiones en directo con reporteros de la calle que informan micrófono en mano sobre noticias urgentes o entrevistan en calles concurridas a desprevenidos paseantes sobre temas de puntual interés.

El caso es que yo estaba ocioso, sentado en el sofá, viendo despreocupadamente la televisión, porque esta tarde, extrañamente, no tenía nada que hacer, y al cambiar de canal me he visto en la pantalla, junto a mi novia Ester. Una periodista muy mona nos preguntaba en la calle Preciados acerca de nuestra opinión sobre la descontrolada subida de la factura de la luz y yo daba tontamente una respuesta insustancial y previsible, porque, la verdad, sobre ese tema no tengo demasiada información. Llevaba la misma camiseta negra que llevo puesta ahora mismo, y mi novia, que no paraba de reír, aquel vestido rojo que se compró en las rebajas de El Corte Inglés el sábado de la semana pasada.

El corazón me ha dado un vuelco, porque he visto que se trataba de una retransmisión en directo, de forma que, si yo estaba sentado en ese momento en el salón de mi casa, era imposible que estuviera al mismo tiempo en la calle Preciados con Ester. De todas formas, de no haber sido así, de haberse tratado de un reportaje enlatado, tampoco me habría sentido más tranquilo, pues no recuerdo haber contestado recientemente ninguna encuesta callejera para la televisión.

He tardado unos minutos en reaccionar, mirando embobado la pantalla y cuando por fin he vuelto en mí, he buscado el teléfono móvil para llamar a mi novia y contarle lo que había visto en la televisión, pero no he conseguido encontrarlo por ningún sitio. No recordaba donde lo había dejado, así que finalmente, cuando me he cansado de rastrear toda la casa, habitación por habitación, he tomado el teléfono fijo y he marcado el número de Ester.

Cuando me lo ha cogido, he escuchado un gran bullicio de gente a su alrededor, de forma que he pensado que realmente se encontraba en una calle concurrida del centro.

— Ester, soy yo

— ¿Y tú quién eres?

— ¡Ester…! soy yo, Marcos

— ¿Marcos? ¿Qué Marcos?

— ¡Pero bueno! ¿qué Marcos voy a ser?

He oído a Ester hablar con alguien que debía estar a su lado.

— Es un tío que dice que eres tú.

— Será algún gracioso. Pásamelo.

¡Esa voz!

Se ha escuchado un roce, como de dos telas que se frotan, y he comprendido que el teléfono de Ester había cambiado de manos.

— Vamos a ver, cretino, dime quién coño eres tú de verdad.

¡Era mi voz, no había duda!

He colgado asustado.

Eso ha ocurrido hace diez minutos y desde entonces, aún no he podido reaccionar, no he sido capaz de mover un solo músculo de mi cuerpo. Estoy paralizado por la perplejidad.

Seguro que en este mismo momento, Ester, porque sin duda era ella, y ese tipo que la acompaña y que parece estar convencido de que él es yo, estarán igualmente sorprendidos, porque han debido ver en el registro de llamadas del móvil de Ester el número del teléfono fijo de mi casa. Si yo fuera él, que tal vez de alguna extraña manera lo sea, pensaría sin duda que un intruso ha entrado en ella.

Es más que posible que ahora estén viniendo a casa a toda prisa. Desde la calle Preciados hasta aquí habrá unos tres cuartos de hora a pie, no más de veinte minutos si cogen un taxi o el metro.

Un espasmo de nerviosismo asalta mi vientre. A mi cabeza acude un inquietante pensamiento: ¿Y si yo no soy yo? ¿Y si estoy confundido y soy otra persona? Si el hombre que he visto en la televisión junto a Ester, ese que me ha llamado cretino por teléfono, es verdaderamente Marcos… ¿Entonces quién demonios soy yo?

Voy corriendo al cuarto de baño para asomarme al espejo, temiendo el reflejo que me pueda devolver.

¡Soy Marcos! ¡Gracias al cielo!

Mis dedos tocan las ásperas mejillas sin afeitar de mi rostro, mis labios sonríen aliviados.

¡Soy Marcos, naturalmente! ¿Quién iba a ser si no? ¿Cómo he podido dudarlo siquiera un instante? ¿Me estaré volviendo loco?

Pero entonces, si yo soy yo… ¿quién es el farsante que está paseándose esta tarde con Ester por las calles del centro?

Debo tranquilizarme, necesito un cigarrillo.

¿Dónde habré dejado mi paquete de tabaco? Intento recordarlo, pero no puedo. Una vaga idea me ronda la cabeza. Es un recuerdo confuso, tal vez ficticio, que sobrevuela zumbando en mi oído como una mosca moribunda. Y es que en un rincón de mis desordenada memoria asoma el vago recuerdo de una conversación reciente en la que le prometí a Ester dejar de fumar, porque ella odia el olor a tabaco. ¿Cuándo fue? ¿La semana pasada, tal vez ayer, o esta misma mañana?

¿Por qué todo es tan confuso? ¿Por qué no recuerdo con claridad nada de mi pasado inmediato?

Intento recordar algo anterior al momento en el que estaba sentado en el sofá viendo la televisión, pero no puedo hacerlo. No sé qué hice ayer, ni esta mañana al levantarme, no recuerdo porqué esta tarde me he quedado en casa en lugar de acudir a trabajar o a buscar a Ester a la salida de su oficina en Atocha, como todos los días, y tomarnos después una cerveza en la Plaza Mayor o pasear por la Gran Vía. Todos mis recuerdos más recientes parecen haberse borrado de mi cabeza.

Miro los ceniceros de la mesa del salón. Están limpios, así que después de todo, tal vez sí haya dejado de fumar. De cualquier forma, y como las ansias de tabaco aumentan a cada momento, espoleadas por la inquietud que me atormenta, busco el paquete de cigarrillos en el lugar en el que siempre lo he guardado, en la vitrina del mueble bar, junto con la cartera y las llaves.

Acudo a buscarlo, pero allí no está, y tampoco la cartera, ni las llaves. Registro nuevamente el salón, revuelvo el dormitorio y el cuarto de baño, pongo patas arriba la cocina, frenéticamente, cargado de angustia, pero no lo encuentro.

El teléfono móvil, la cartera, las llaves, tal vez también el paquete de tabaco… Todos mis objetos más personales parecen haberse esfumado.

La sensación de angustia se hace cada vez más fuerte en mi pecho. El fatal presagio de que algo terrible está sucediendo o pronto a suceder, se cierne sobre mi consciencia. Me parece estar inmerso en las brumas de una pesadilla.

Sí, eso debe ser. Ahora mismo debo estar en mi cama, sufriendo un mal sueño. Tan solo tengo que pensar en ello y la certeza de que nada de esto es real me hará despertar.

Me siento en el sofá del salón y me digo en voz alta que nada de esto es cierto.

— Nada de esto es cierto.

Me pellizco con todas mis fuerzas el brazo.

— Nada de esto es cierto.

Me golpeo la cabeza con los puños.

— ¡Nada de esto es cierto!

Siento el dolor en el brazo, en la cabeza, pero no despierto. No soy capaz de salir de esta pesadilla

De pura frustración, cojo de la mesa el cenicero de vidrio y lo arrojo con fuerza contra la pared del salón. Al caer estalla en mil pedazos que siembran el suelo de diminutos diamantes de cristal.

Ya no sé qué pensar. Tal vez no sea yo el que está soñando. Tal vez sea otra persona la que está soñándome a mí. Es posible que yo no sea real, que tan solo sea un simple residuo psíquico de mi verdadero yo, que por la causa que sea, ha quedado atrapado en estas cuatro paredes cuando él ha salido de casa esta mañana para trabajar.

Escucho ruidos en la escalera. La cerradura de la puerta suena al ser abierta. Miro hacia el recibidor. Veo a mi otro yo entrar en casa y me levanto del sofá. Petrificado por el terror, contemplo sus sorprendidos ojos puestos en mí y comprendo que, al compartir con él mi presencia en esta misma sala, en este mismo momento, se está firmando mi sentencia de muerte.

2

Cuando abre la puerta de su casa, Marcos queda petrificado al ver una sombra sentada en el sofá del salón que se incorpora rápidamente al verlo entrar. Es la figura de un hombre, perfectamente sólida, que poco a poco va perdiendo consistencia hasta desaparecer por completo. Ester, que ha entrado detrás de él, dice que no ha visto nada, pero a Marcos le ha parecido, sin ninguna duda, que la figura que se ha esfumado ante sus ojos era la suya propia y que ese doble fantasmal, antes de desaparecer, le ha mirado fijamente a los ojos con una expresión de infinito terror.


El Peregrino de Casiopea - Doppelgänger
No ser reproducido (fragmento), 1937 René Magritte

Cáceres, 13 de noviembre de 2021


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