La despedida
Las despedidas no deben alargarse más allá de lo razonablemente necesario, sobre todo cuando hay alguien esperándote en tu nuevo destino.
1
Él no pudo contarle la verdad. Se despidió de su tumba sin decirle que ya no la echaba tanto de menos, que el dolor, después de cinco años, había encallecido en su pecho y ya no pesaba tanto. Por supuesto que todavía la quería, pero de una forma que ya no le causaba daño. Seguía despertándose algunas mañanas pensando en ella, y en ocasiones, le visitaba la nostalgia en forma de una canción o de un aroma particular, o de una confluencia aleatoria de circunstancias que le devolvían fugazmente a un momento preciso del pasado en el que ella aún estaba viva, y en esas ocasiones, la echaba de menos. Pero finalmente había aprendido a vivir sin ella, y unas semanas atrás, después de mantener un duro debate con su conciencia, se había atrevido a rehacer su vida. Había conocido a otra mujer y no se sentía culpable por ello.
Se marchó dejando sobre la sepultura de su esposa un ramo de rosas rojas que ya habían comenzado a marchitarse y un amago de lágrimas que antes de llegar a sus ojos ya se habían evaporado. El áspero sol de la tarde de estío había empezado a descolgarse del cielo, y aproximándose al horizonte, iba alargando las sombras de las cruces sobre las lápidas de mármol.
Su mujer, que había estado junto a él todo el tiempo, lo vio alejarse por el camino jalonado de tumbas y flores secas. Siempre que él la visitaba, ella estaba allí, a su lado, observándolo. En ocasiones intentaba acariciarle las mejillas, pero sus manos, carentes de sustancia, atravesaban inocuas su rostro. No podía verla. No podía escucharla. No había forma de conseguir que él supiera que ella estaba a su lado.
Mientras él caminaba hacia la salida del cementerio, ella le siguió varios metros por detrás, sin que sus pies rozaran el suelo, silenciosa, sin levantar una brizna de aire a su paso.
En su trayectoria, pasaron junto a un anciano vestido de negro que se encontraba sentado sobre la lápida de una tumba reciente que todavía olía a tierra mojada y a flores frescas, pero él pasó de largo sin advertir su presencia. El viejo era un recién llegado que todavía no había tomado consciencia de su nueva situación y aguardaba angustiado la visita de sus familiares. Cuando ella pasó a su altura, le lanzó una mirada de comprensión y el hombre, al sentirse observado, bajó desolado la mirada a sus nudosas manos, que descansaban sobre su regazo.
— Buenas tardes —saludó ella con voz inesperadamente firme, como lo hacen los vivos cuando se saludan entre ellos.
Debido a un encadenamiento de circunstancias imposibles de predecir, en esta ocasión sus palabras consiguieron atravesar la barrera invisible que la separaba del plano físico de su marido y llegaron atenuadas a los oídos de este. Él, al escucharlas, sintió un repentino vuelco al corazón, porque había reconocido en ellas la voz de su difunta esposa. Se giró sobresaltado para mirar, esperando, casi temiendo, encontrársela de frente, pero no vio más que el camino que había dejado atrás y las tumbas solitarias que lo custodiaban. A pesar de ello, de alguna forma extraña, sintió cercana su presencia y no pudo evitar pronunciar en voz alta su nombre, pero tan solo le respondieron los arrullos lejanos de unas palomas. Ella observó impotente, una vez más, como su mirada la atravesaba sin reparar en su presencia.
Él continuó caminando y ella lo acompañó hasta la puerta de salida del cementerio. Por alguna razón, ella nunca se atrevía a continuar más allá del límite que marcaba aquella oxidada verja abierta. Desde allí, lo observó alejarse hacia un coche gris que estaba aparcado en la explanada del camposanto, a la dudosa sombra de un escuálido ciprés.
— Veo que te has comprado un coche nuevo —pronunció ella en un susurro que se perdió en los límites del limbo que la envolvía.
A unos metros del coche esperaba fumando una mujer en la que hasta ese momento no había reparado. Aparentaba una edad próxima a la que ella misma tenía cuando murió, de pelo corto y rubio como el suyo, delgada y pequeña como ella, de ojos grandes y melancólicos como los suyos.
Él se acercó a la desconocida y la besó en los labios.
Ella sintió una súbita punzada de celos en su descarnado corazón. Se encolerizó al sentirse traicionada y su repentino furor se manifestó espontáneamente en forma de un violento remolino de aire que levantó hojas secas y polvo del pavimento cercano y que tras serpentear incontrolado unos metros, se deshizo con la misma rapidez con la que se había formado.
Él miró sobresaltado hacia el inesperado fenómeno, y durante un segundo, tal vez fueran dos, vio la imagen evanescente de su mujer, mágica y frágil, antes de que se desdibujase por completo. Llevaba el mismo vestido azul del día de su entierro y su pelo corto y rubio ardía al sol crepuscular. Estaba de pie junto a la verja deslucida de la puerta del cementerio, sola y desamparada. Era ella, sin duda lo era. Estuvo a punto de correr hacia aquella fugaz visión, pero su brevedad lo disuadió. Temió que sus ojos lo hubieran engañado, aunque algo en su interior le decía que no era así.
— Perdóname, Lucía —susurró sin apenas mover los labios.
A pesar de la distancia, estas palabras llegaron hasta ella, y por un motivo que no alcanzó a comprender, calmaron como una caricia su enojo irreflexivo. Tal vez fue porque, por primera vez desde que se encontraba aislada en aquel lugar, había notado sobre ella los ojos de su marido. Fue durante un brevísimo instante en el que sus miradas se cruzaron y pudo contemplar en su expresión la triste impronta que cinco años de soledad habían dejado marcada en su rostro. Una soledad que ella, desde aquel lugar en el que estaba prisionera, había sido incapaz de remediar. Una soledad que ella misma sufría desde el día en que la muerte los había separado.
Él mientras tanto, continuaba mirando hacia la puerta vacía del cementerio, con los ojos entrecerrados, intentando volver a observar aquella efímera visión, convencido de que no había sido un simple producto de su imaginación. A su lado, la mujer que lo acompañaba intentaba atraer su atención pronunciando suavemente su nombre, pero no fue hasta que sacudió levemente su hombro, que consiguió sacarlo de su abstracción. Al volver en sí, él giró la vista y la observó durante unos instantes, sonrió levemente con una chispa de congoja en el fondo de su mirada y finalmente la abrazó cerrando los ojos.
Por un instante le pareció que estaba abrazando a su mujer fallecida, sintió sobre su mejilla el cosquilleo de sus cabellos cortos mecidos por la brisa e incluso creyó captar el aroma del perfume que ella siempre había utilizado. Sintió con tristeza, pero también con alivio, que se trataba de un abrazo de despedida.
Ella, desde su rincón, en el límite de la verja del cementerio, supo que de alguna forma era la auténtica destinataria de aquel abrazo y experimentó reconfortada su calor. Le invadió un inesperado alivio y ya no sintió celos por la intromisión de aquella mujer que, fuera por la causa que fuese, le daba igual, había conseguido que su marido volviera a sonreír.
— Eres de ideas fijas, cariño; has elegido a una mujer parecida a mí —dijo en un susurro que tan solo escuchó un gorrión cercano que echó a volar asustado.
Se metieron en el coche mientras ella los observaba. Él lanzó una última mirada al lugar donde había visto la aparición de su mujer y se despidió con la mano. Ella respondió a su saludo de la misma forma, aunque sabía que no podía verla.
Cuando él giró la llave en el contacto para arrancar el motor, comenzó a sonar en la radio del coche la canción de Maná “En el muelle de San Blas”. Ella se estremeció al escucharla; él sintió también un golpe de nostalgia en su pecho. Era una de las canciones que habían forjado su relación en los días felices en los que se conocieron. Y en ese momento, con aquella música de testigo, ambos se reconciliaron con el destino, con aquella suerte fatal que cinco años atrás los había separado para siempre, y simultáneamente dieron por cumplido aquel juramento que los unió: “hasta que la muerte nos separe”.
El coche comenzó a moverse enfilando el camino de vuelta a la ciudad, primero despacio, cogiendo velocidad después. Mientras se alejaba, la inconfundible melodía de la canción fue atenuándose hasta quedar ahogada por la distancia. Ella decidió entonces que no quería quedarse enraizada como la vieja de aquella canción, que no tenía sentido permanecer atada a una realidad que ya no tenía nada que ofrecerle.
Contempló de nuevo el mundo al otro lado de la puerta del cementerio y observó que el paisaje había cambiado, ya no era la desolada explanada de aparcamientos del cementerio, sino un luminoso campo de girasoles, como aquellos que observaba fascinada de pequeña desde la ventanilla del coche de sus padres, cuando en las vacaciones acudían a la casa de sus abuelos. Un ancho camino lo dividía como un cortafuegos en dos mitades iguales y ascendía en una suave pendiente hacia la cima de una colina en la que se adivinaba una multitud de personas disfrutando de aquella apacible tarde de verano.
Vaciló unos segundos antes de atravesar el umbral que siempre la había retenido, pero cuando finalmente lo hizo, se sintió feliz. Ascendió el sendero de la colina sin prisas, embriagada de una paz como nunca antes había experimentado. Cuando estaba a unos metros de culminar la subida, sus ojos se llenaron de lágrimas. Allí estaban aguardándola sus abuelos, su padre, que como ella, había dejado el mundo muy joven, su hermano Manuel, muerto en un absurdo accidente cuando apenas había salido de la adolescencia. También estaba allí su pequeña perrita Luna, gordita y hermosa, que al verla corrió hacia ella ladrando, celebrando su llegada, como cuando de niña regresaba a casa del colegio.
Todo estaba bien allí, todo era como debía ser, y envuelta en aquella cálida luz de estío, comprendió que había llegado por fin al sitio que le correspondía, que era con aquella gente con quienes debía estar.
2
La tarde de verano fue oscureciéndose paulatinamente. Las campanas de la ermita del cementerio comenzaron a sonar anunciando a los visitantes rezagados el cierre del camposanto. Eran tañidos tristes y cargados de soledad, como los de las campanas de todos los cementerios.
Cáceres, 11 de septiembre de 2021
Otros cuentos del Peregrino de Casiopea:
Deja un comentario