Serendipia


Una historia mágica de amor a pie de andén en la que la fuerza del destino y la irrupción de lo inesperado fuerzan un final imprevisible.


Hacía meses que me la cruzaba a diario en el andén de la estación de metro de Carabanchel. Siempre a las siete y diez de la mañana. Siempre con su bolso de piel marrón y su pelo recogido en una cola de caballo que se balanceaba al caminar. Tendría más o menos mi edad y era hermosa sin escándalo, discretamente llamativa, modestamente arrebatadora. Se colocaba invariablemente a la altura del andén donde paraba el primer vagón del tren, en el exacto lugar, milimetricamente estudiado, en que sus puertas centrales se abrían frente a Ella.

Yo me situaba siempre detrás, observándola a una prudente distancia, desde el cobijo que me brindaba la multitud que esperaba la llegada del convoy. A las siete y cuarto, casi siempre puntual, llegaba el metro a la estación y abría las puertas ante nosotros. Yo la seguía al interior del vagón y continuaba vigilándola desde el anonimato, agarrado con una mano a la barra de sujeción y con la otra sosteniendo mi triste maletín de trabajo, hasta que Ella se bajaba en la estación de Callao y yo continuaba mi trayecto un par de estaciones más.

Con el tiempo Ella reparó también en mí. Al principio se trató tan solo de fugaces miradas que se apartaban cada vez que yo ponía mis ojos en los suyos. Después, los furtivos vistazos se convirtieron en tímidos juegos de desafío y finalmente, una mañana de finales de marzo, cuando el alma viajaba más ligera sin la necesidad de los abrigos, aparecieron las sonrisas de complicidad.

De esta forma, cada mañana compartíamos el vagón de metro, sin cruzar una palabra, hablándonos tan solo con los ojos, porque ninguno de los dos se atrevía a dar el primer paso. Amantes silenciosos viajando entre la multitud, extraños pero no desconocidos, gozando del momento mágico de cada día, de la media hora por la cual cada amanecer merecía ser vivido. Después de eso, cuando Ella se perdía en el andén de su estación, la mañana ya no podía sino empeorar.

Vivíamos en una fantasía que tarde o temprano tendríamos que resolver.

Pero la realidad dio un golpe sobre la mesa y puso las cosas en su sitio. La crisis arrasó el país, y abandonó a su suerte a miles de personas que de la noche a la mañana se quedaron sin trabajo y sin ilusiones. Yo perdí ambas cosas, mi trabajo de administrativo en una entidad financiera y la ilusión de encontrarme con Ella cada mañana en las entrañas de Madrid.

Mi vida se partió en mil pedazos. Dejé de acudir al metro. Dejé de sonreír por las mañanas. Dejé de soñar por las noches. Dejé de mirarme al espejo. Me despertaba tarde y malgastaba los días en paseos improductivos, en charlas de bar insustanciales, en lecturas anodinas o en indigestas sesiones de televisión. Los lunes se confundían con los domingos y los viernes se despojaban de alicientes. Los días soleados de aquella primavera descorazonada transcurrían uno tras otro, vacíos de esperanza.

Y en el centro de todos mis pensamientos, de todos mis afanes y desvelos, estaba siempre Ella.

Hasta que una mañana, el factor mágico vino a sacarme de esta fatal rutina. La alarma del despertador de mi teléfono me arrancó a empujones del sueño, de forma inopinada, a las seis y media exactamente, como lo había hecho cada amanecer cuando tenía que acudir al trabajo. Juro por lo más sagrado que yo no tuve nada que ver. Siri fue la que tomó la iniciativa. Siri, que de alguna manera había captado mi tristeza y decidió conectar por su cuenta la alarma para hacerme reaccionar como finalmente acabé haciendo.

El caso es que apagué la alarma dispuesto a ignorarla, pero cinco minutos después volvió a conectarse. Iba a silenciarla de nuevo, cuando un extraño presentimiento me advirtió de que no lo hiciera. Absurdamente, sin ninguna razón lógica que lo apoyara, me levanté, tomé una ducha rápida, me vestí y me preparé un café que me tomé ardiendo, pues ya eran las siete menos cinco. Me cepillé al vuelo los dientes y cogí de un rincón olvidado del salón mi maletín de trabajo cargado de papeles caducados.

Corrí calle abajo hacia la boca del metro. A las siete y diez conseguí alcanzar el andén. Mi tren aún no había llegado. A mi alrededor me encontré con las caras conocidas que hacía unas semanas había dejado de ver. Algunas me reconocieron y sin articular palabra, me obsequiaron con un tímido gesto de saludo.

Mis ojos recorrieron el andén de extremo a extremo, buscándola. Por unos instantes me invadió el temor de no encontrarla, de que Ella hubiera corrido la misma suerte que yo y ya no tuviera necesidad de coger el metro de las siete y cuarto. Pero finalmente la vi, con su bolso de piel marrón y su cola de caballo balanceándose al caminar. Se detuvo al llegar a su punto de espera habitual.

En ese momento giró la cabeza hacia mí y me vio. Yo levanté tímidamente mi mano y la saludé. Ella me devolvió el saludo con una sonrisa.

Sin pensarlo un segundo, deseché todas mis dudas y me dirigí sin vacilación hacia ella.

La flecha de Cupido salió disparada desde mi corazón con matemática precisión, siguiendo la trayectoria que marcaba mi mirada, en rumbo de colisión hacia su pecho. Pero el destino marcó la jugada y cambió de improviso las reglas. Por la boca del túnel apareció el tren. Con su irrupción en la estación, las corrientes de aire variaron de forma repentina y desplazaron ligeramente el proyectil hacia la izquierda. Para complicar aún más las cosas, Ella dio un pequeño paso al frente y la suerte quedó definitivamente echada. Supe que iba a errar el tiro.

Pero por segunda vez en esa mañana, ocurrió lo inesperado, porque al moverse, dejó al descubierto la figura que había estado oculta detrás de Ella. Ese fue el preciso momento en el que te vi por primera vez. Delgada y un poco perdida, como si acabaras de llegar a la ciudad, con el pelo suelto y ondulado perfilando tu cara de marfil y tapándote parcialmente el ojo derecho, como una estrella de cine de los años cuarenta. Radiante y cristalina. Y mi flecha desviada volaba hacia tu corazón, sin vacilación ni demora, incluso a contracorriente, y acabó por hundirse finalmente en tu pecho.

Y al sentirte alcanzada, tú me miraste y sonreíste.

A mi derecha, Ella también se volvió para mirarme e igualmente me sonrió.

El metro se había detenido. En unos segundos el andén se vació y los vagones se llenaron.

Ella vaciló un instante, indecisa, inmóvil frente a las puertas abiertas, sin dejar de mirarme. Yo le bosquejé una sonrisa de despedida y Ella finalmente se encogió de hombros y entró en el tren.

Tú no vacilaste un solo segundo y permaneciste en el lugar donde mi flecha te había alcanzado.

Yo por mi parte noté una súbita conmoción. Me llevé la mano al pecho. Tu corazón herido había lanzado también su flecha y había acertado de lleno.

El silbido del tren resonó en la estación anunciando su partida y las puertas de los vagones se cerraron con estrépito. El metro comenzó a moverse y se adentró de nuevo en el túnel.

En el andén nos quedamos solos tú y yo, mirándonos arrebatados, entregándonos el alma con una sorisa.

Aquella mañana no había salido a buscarte. No tenía que encontrarte, pero sin embargo te encontré.


Cáceres, abril de 2020

Serendipia: una historia mágica de amor

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