La búsqueda
Un cuento de amor gótico-apocalíptico
Esta mañana, al amanecer, cuando he abierto los ojos al despertar, he experimentado una inquietante desazón, una poderosa sensación de fatalidad que me ha encogido el corazón como nunca antes me había ocurrido.
Presa de esta inexplicable angustia, he abierto la ventana de mi dormitorio para permitir la entrada del alba y la ciudad me ha sorprendido cubierta por un cielo púrpura tomado por un ejército de ángeles vengativos vestidos con doradas armaduras líquidas, empuñando espadas de fuego sobre carros de guerra tirados por caballos alados, anunciando el fin de los tiempos.
Entonces me he armado de valor y he decidido salir a buscarte para confesarte lo que hace tiempo tenía que haberte dicho.
He llamado varias veces a tu teléfono, pero siempre me contesta una grabación en bucle que con voz grave y monótona anuncia la inminencia del fin y la pronta migración de las almas al Salón de Juicios del Reino.
Me he vestido apresuradamente y he corrido a la calle en dirección a tu casa.
Las plazas y avenidas están abarrotadas de gente y de coches que huyen en desordenado caos en todas direcciones.
De súbito, ha comenzado a bramar en las alturas, preñado de arcaicos presagios de destrucción, el poderoso zumbido de mil trompetas, como el barritar de una manada de elefantes furiosos. El pulso de la vida se ha detenido: el bullicio de la calle ha enmudecido, el tráfico se ha congelado, las personas en las aceras se han mirado espantadas unas a otras.
– Son las trompetas de los heraldos divinos, llamando a las almas de los camposantos -ha exclamado junto a mi un sacerdote de negro traje y blanco alzacuellos. De sus manos temblorosas ha caído una vieja biblia que al tocar el suelo ha comenzado a arder inexplicablemente.
La atmósfera se ha vuelto pesada, casi líquida; la luz de la mañana irreal, como tamizada a través de un velo mortuorio y la temperatura, bochornosa y opresiva.
He dirigido mis pasos apresurados hacia tu casa entre el constante ulular de las sirenas de los vehículos de emergencias.
He pasado bajo bandadas de cuervos que vuelan frenéticos sobre la tierra removida del cementerio de tu barrio.
Al llegar a tu casa he visto la puerta abierta y he entrado sin llamar.
En el salón me he encontrado con tus padres, con las mismas ropas que vestían en su entierro, recién salidos de sus fosas, sentados en el sofá, cogidos de la mano, esperando a ser llamados. Cuando han alzado sus rostros y dirigido hacia mi sus vacíos ojos muertos, he sentido pavor y he huido espantado de tu casa.
He decidido acudir a la oficina donde trabajas, en el centro de la ciudad.
Me he acercado a la boca de metro que hay a la vuelta de la esquina, y tras bajar las escaleras, antes de adentrarme en la estación, un horrible lamento colectivo surgido del interior ha congelado mis pasos. Gritos de desesperación de hombres, mujeres y niños atrapados que se propagan a través de los túneles y pasillos Subterráneos.
He dado media vuelta, he ascendido nuevamente hasta la superficie y he hecho todo el camino a pie. Al llegar a la puerta del edificio de tu oficina, la he encontrado cerrada y con un improvisado cartel en uno de los ventanales de la fachada:
“No llames. No esperes respuesta. Ve con tus seres queridos.”
La Desolación se ha apoderado de mí. He desesperado en mi afán por dar contigo.
Me he sentado a llorar mi desdicha en un banco de aquel parque donde tantas veces nos hemos citado y que hoy no me parece tan hermoso.
Próximas a mí, unas niñas pequeñas, vestidas con uniformes escolares de antaño, juegan indolentes a viejos juegos olvidados, sin vigilancia adulta, entonando una inquietante canción infantil en un latín perfecto:
«Tempus fugit, sicut nubes, quasi naves, velut umbra. Memento mori.»
Desempolvando mis lecciones de latín del instituto, he traducido mentalmente la letra de la canción: “El tiempo se escapa, como las nubes, como las naves, como las sombras. Recuerda que morirás”.
Cuando las niñas han reparado en mi presencia, han dejado su juego y se han acercado a mí, con torpes andares de piernecitas vacilantes, intercambiando entre ellas murmullos inaudibles y risas sobrecogedoras. Cuando han llegado a unos metros de donde me encuentro sentado, he observado restos de tierra fresca y negruzca en sus cabellos y entre las uñas de sus dedos.
– Juegue con nosotras, señor – ha dicho una de ellas.
Yo me he levantado asustado del banco y sin volver la vista atrás me he alejado de ellas.
– Señor, no se vaya.
– Quédese con nosotras, señor.
– No queremos volver al sitio oscuro.
– Ayudenos, señor, allí hacía mucho frío.
He tenido que taparme fuertemente los oídos para no seguir escuchándolas mientras continúo mi marcha.
He deambulado sin rumbo por la ciudad, buscándote desesperadamente, viendo en la figura de cada mujer tu cuerpo, en la cara de cada una de ellas tu rostro. Pero ninguna eres tú.
Finalmente, cuando ha comenzado a declinar el mortecino sol de este día funesto, he recordado la fuente junto a la cual nos conocimos hace unos meses, una festiva tarde de abril.
Frenético, he corrido hacia ella, saltando las grietas ardientes que fracturan las calles, apartando a codazos a la gente que deambula sin rumbo por las aceras, sacudiéndome de encima los gorriones que caen en llamas sobre el asfalto, y por fin, entre una multitud de personas desesperadas, junto a uno de los leones que decoran la fuente, he visto tu figura, pequeña, desamparada, buscando angustiada con la mirada una cara conocida.
Y al verme has sonreído y con la mano en alto has gritado mi nombre.
He corrido a tu encuentro, y finalmente, cuando en el segundo anterior al último suspiro de la vida, he tocado tu mano, no he tenido tiempo de decirte que te quiero.
Cáceres, marzo de 2020
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