Un hombre de familia


No conocemos realmente a una persona hasta que nos encontramos con ella en una situación fuera de lo común. Algunos, en esas circunstancias, dan lo mejor de sí mismos; otros…


1

Es un hombre de familia. Ama a su mujer y a su hijo más que a nada en este mundo; quiere a su madre como solo un buen hijo puede hacerlo; a su padre no lo ha conocido, porque murió antes de que él naciese, pero también alberga un abstracto e indefinido amor hacia ese hombre que aparece junto a su madre en aquella foto en blanco y negro en la que ambos están vestidos de novios y que tantas veces ha contemplado de pequeño; quiere, aunque de una forma mucho más atenuada y salvando las distancias, a los padres de su mujer; incluso aprecia al ridículo chihuahua de su suegra. Puede decirse de él que está pleno de amor hacia su familia.

Pero en las últimas semanas, desde que todo esto ha empezado, un nuevo sentimiento, inédito para él, ha irrumpido en su vida: el odio, un odio irrefrenable que le quema las entrañas y ensucia su corazón.

Desde la silla en la que aguarda su turno, escucha el llanto de la mujer y las carcajadas de los hombres que están con ella en la habitación de al lado.

Han entrado en la casa esta misma tarde para resguardarse del frío. Si no tienen órdenes de última hora en contra, pasarán allí la noche.

Al revisar las habitaciones para asegurar la morada, se han encontrado en el cuarto de baño, estúpidamente escondidos tras las cortinas de la bañera, a un hombre y una mujer jóvenes. Abrazados. Tiritando de miedo.

¡Cómo los ha odiado nada más verlos! ¡Gente como ellos es la culpable de que él se encuentre allí, tan lejos de su familia!

Pero ahora, mientras aguarda sentado en la silla, con el estómago lleno y el cuerpo caliente, su furor se ha calmando un poco.

Indiferente a los terribles lamentos que salen de la habitación contigua, saca un teléfono móvil del bolsillo lateral de su pantalón de campaña. No les dejan tener teléfonos, se los requisaron el día en que los lanzaron a través de la frontera en aquella operación especial, pero él lo escondió entre sus ropas y todavía lo conserva. A escondidas, dando la espalda a sus compañeros, toquetea la pantalla con sus dedos sucios y abre el vídeo que tantas veces ha observado en los últimos días. Él mismo lo grabó en la calidez del salón de su casa dos meses antes de que lo movilizasen. Contempla en la pantalla a su hermosa mujer, que saluda alegre a la cámara, y a su hijo, que sopla torpemente las cuatro velas de su tarta de cumpleaños, haciendo oscilar las llamas sin conseguir apagarlas; tiene que acudir su madre en su ayuda para conseguirlo.

El vídeo dura apenas un minuto, y lo repite otras dos veces antes de que una lejana explosión y el subsiguiente tableteo de armas automáticas, atenuado por la distancia, le saque de su introspección.

¿Es que esta puta gente nunca va a darse por vencida? ¿Qué es lo que quieren? Han venido aquí para liberarlos. ¿No lo entienden? ¿Por qué entonces se empeñan en enfrentarlos? Se esconden en la oscuridad y les disparan con fusiles, con misiles, incluso con cócteles molotov. Les atacan a traición con drones y destruyen sus carros blindados. En la última emboscaba, ayer mismo, han matado a uno de sus mejores compañeros, un amigo de su ciudad natal que marchaba a su lado.

Guarda de nuevo su teléfono, procurando que no lo vea nadie. Se levanta de la silla y coge del frigorífico una lata de Coca-Cola. Da un par de sorbos. Está caliente, porque no hay electricidad y la nevera no funciona, pero aún así la disfruta. Si cierra los ojos cuando el refresco pasa por su garganta, el sabor le hace evocar las mañanas de domingo con su mujer y su hijo, cuando, en ocasiones especiales, acuden al centro comercial de su ciudad y después comen en uno de esos restaurantes americanos de comida rápida. No le entusiasman demasiado las hamburguesas, pero a su mujer le encantan, lo mismo que a su hijo, y a él le basta con pedir una Coca-Cola y beberla contemplándolos a ellos disfrutar de la comida. 

¡Cómo le gustaría en este momento estar de vuelta en su hogar!

2

Cuando entraron en la casa y encontraron a aquella pareja en la bañera, los llevaron a la cocina. El teniente, con una sonrisa en el rostro, esforzándose por ser amable, ordenó a la mujer que les preparase una cena decente. Hacía tres días que no comían caliente. La chica se puso a cocinar para ellos, unos huevos revueltos, unas salchichas cocidas y un poco de arroz.

Al hombre lo llevaron al dormitorio que había al otro lado del salón y lo ataron y amordazaron a una silla para que no causase problemas.

Después de la cena, alguien trajo unas botellas de vodka. El calor del Alcohol encendió los instintos que el combate de los últimos días había apagado, y uno de los hombres propuso al resto una “ronda de desahogo”, de esta forma lo llamaron. Todos estuvieron de acuerdo, y el teniente no les puso pegas. Dos de ellos, los primeros de la ronda, agarraron a la chica de un brazo y rasgándole la ropa, la arrastraron hasta el dormitorio donde su marido se encontraba maniatado. Cerraron la puerta tras ellos y ahora sus risas ahogan los lamentos de la mujer.

3

Mientras los dos primeros se divierten, él aguarda su turno bebiendo la Coca-Cola caliente. Alza la vista hacia una estantería que cuelga sobre el televisor y algo que hay en ella le llama la atención. Se trata de un cochecito rojo de metal con rasgos humanos, como en aquella película de animación de Disney. Se acerca y lo toma entre sus manos. No es muy grande, podrá llevarlo sin problemas en su mochila. Seguro que a su hijo le encantará.

En algún lugar del salón, el walkie-talkie crepita y una voz apresurada ladra pidiendo cobertura de artillería. Parece que, en la otra punta del pueblo, la tercera compañía se ha encontrado con focos de resistencia.

Decide no pensar en ello para no recaer de nuevo en el odio.

Está guardando el cochecito en su petate, pensando en la cara de felicidad que pondrá si hijo al verlo, cuando escucha un disparo dentro de la habitación del desahogo. El llanto de la mujer se incrementa, grita como una loca, hasta que el sonido de una fuerte bofetada la hace callar. Un par de minutos después, los dos hombres salen de la habitación ajustándose sus uniformes. Uno de ellos tiene tres pequeños arañazos paralelos en la mejilla izquierda.

— Es tu turno, compañero —le dicen.

Él asiente. Deja su mochila sobre la mesa y por puro reflejo, instintivamente, coge su fusil. Desde que empezó toda esta locura, se siente desprotegido si se aleja demasiado de él.

Entra en la habitación y cierra la puerta a su espalda.

Echa un vistazo a su alrededor.

La mujer se encuentra tumbada en el lecho, semiinconsciente, con las muñecas atadas con bridas al cabecero de la cama. Las uñas de varios de los dedos de su mano derecha están rotas y ensangrentadas. De cintura para abajo está desnuda. Sus muslos están surcados por rasguños y marcas enrojecidas. La mira a los ojos. Los tiene semicerrados e hinchados por el llanto. Si no fuera por esto y porque tiene la nariz rota y cubierta de coágulos de sangre, sería tan guapa como su mujer. Durante una fracción de segundo siente por la chica algo parecido a la piedad, pero el odio es muy fuerte en su interior y arranca este fugaz sentimiento de su cabeza.

Mira hacia un rincón. El cuerpo del marido está en el suelo, sin vida, con la frente destrozada por el disparo que escuchó unos minutos antes. La sangre ha salpicado la pared y deja regueros rojos que resbalan por su superficie hacia el suelo. El charco viscoso de sangre que rodea el cuerpo sin vida aún está creciendo, alimentado por la fatal herida.

En los últimos días ha visto tantos cadáveres, que uno más no le incomoda demasiado. 

Se acerca a la cama. La mujer emite un llanto y, como réplica, un gemido le responde al otro extremo de la habitación. Él se pone en guardia. Levanta su fusil y apunta el cañón hacia el armario. Escucha un golpe en su interior.

— ¿Quién hay ahí dentro? ¡Sal inmediatamente!

No hay contestación.

— ¡Si no sales me veré obligado a disparar!

Silencio.

Las puertas del armario se agita ligeramente y él aprieta el gatillo. Una ráfaga de tres proyectiles sale del arma, y los casquillos vacíos caen al suelo con un tintineo metálico. El espejo de una de las puertas se hace añicos. Se escucha un ruido sordo en el interior del mueble, y después, durante unos segundos eternos, otra vez el silencio, hasta que lo rompe los gritos de la mujer.

— ¡Noooo! ¡Mi niñoooo! ¡Mi niñoooo!

Él camina despacio hacia el armario, con el fusil en guardia. Muy lentamente abre la puerta agujereada. El cuerpo de un niño rubio se desangra sin vida en la penumbra del armario. Lleva puesto un pijama con pequeños dibujos de Mickey Mouse. Durante un brevísimo instante, en el intervalo que hay entre dos parpadeos, ve la cara de su hijo en el rostro del niño muerto y da un paso atrás. Debe tener más o menos su edad.

La madre, desde la cama donde tiene las manos atadas, no deja de gritar y dar patadas al aire.

El odio muerde de nuevo sus entrañas. Es un furor como nunca ha sufrido antes, que le hace temblar de ira.

— ¿Así es como protegéis a vuestros hijos? —grita hasta que le duele la garganta— ¿De esta forma los protegéis? ¡Mira lo que me has obligado a hacer! ¡Por tu culpa he matado a vuestro puto hijo!

Varios de sus compañeros se asoman a la habitación alarmados, preguntando por lo ocurrido, pero él, sin contestar, los echa fuera con brusquedad y cierra de nuevo la puerta. Después se acerca a la madre, y con el revés de la mano le propina una bofetada que la deja inconsciente.

Mientras se baja los pantalones, decide que va a volcar sobre aquella mujer todo el odio de su corazón, lo va a vaciar dentro de ella, porque debe librarse de él, tiene que conseguir no arrastrarlo consigo, no llevarlo a casa; el odio tiene que quedarse aquí para siempre, en este país que no es el suyo y al que aborrece con toda su alma. Dentro de unas semanas, o de unos meses, cuando vuelva a su hogar, quiere sentir de nuevo, limpio y cristalino, todo el amor hacia su mujer, hacía su hijo, hacia su madre, sin rastro alguno de aquel odio que le corroe por dentro. Porque él, a pesar de toda esta puta mierda, es un hombre de familia que ama a los suyos.


Post scriptum: 

Escribo esta historia terrible con las imágenes de la matanza de Bucha y del bombardeo de la estación de tren de Kramatorsk en Ucrania repitiéndose en las noticias de todos los canales de televisión y preguntándome cómo seres humanos civilizados pueden cometer semejantes carnicerías (aún encontrándose inmersos en una guerra, eso no les disculpa de ninguna forma), y después volver a sus hogares con sus familias y retomar de nuevo sus vidas. Esta es una historia que discurre en esta guerra, pero también en todas las guerras pasadas y en las que desgraciadamente vendrán en el futuro después de esta.


El Peregrino de Casiopea - Un hombre de familia - Guernica
Guernica (detalle), Pablo Picasso (1937)

Cáceres, 10 de abril de 2022


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