Toda una vida
A las puertas del invierno, en el crepúsculo de sus vidas, afrontaron el asedio de la enfermedad parapetándose tras las frágiles notas de un bolero.
Dedicatoria: a mi madre Amalia y a todos aquellos mayores que como ella luchan o han luchado contra el COVID-19 en las residencias de ancianos, y por supuesto también a aquellos que no consiguieron superarlo.
1.
La enfermedad llegó anunciada en los telediarios, procedente de lejanas tierras orientales, con videos de ciudades con calles vacías y de legiones de hombres y mujeres vestidos con trajes blancos aislantes. Aquí estos avisos fueron ignorados, se trataba tan solo de una especie de gripe exótica. Después, de forma explosiva, virulenta, la enfermedad se hizo dueña del país. Los servicios médicos comenzaron a colapsarse y las autoridades, sobrepasadas por una crisis sanitaria que no supieron o no quisieron ver, decidieron finalmente confinar a la población en sus casas.
2.
Alonso y Mercedes, cincuenta y cuatro años de un matrimonio cargado de penas y alegrías aunque feliz en su conjunto, vivieron la cuarentena en la residencia de ancianos. Se habían trasladado allí unos meses atrás, cuando sus limitaciones físicas y su edad, setenta y nueve años él y setenta y ocho ella, se hicieron insoslayables. Él jamás se recuperaría totalmente de esa caída que le produjo una rotura de cadera que le hacía depender en el mejor de los días de un andador y en el peor, cuando los dolores se hacían insoportables y le impedían siquiera ponerse en pie, de una silla de ruedas. Ella, aquejada de una enfermedad pulmonar severa, se veía encadenada la mayor parte del día a un concentrador de oxígeno portátil. Sus dos hijos hacía muchos años que habían hecho su vida lejos, José Luis en Bilbao, Ana María en Badalona, y tan solo los veían en las dos o tres semanas de vacaciones de verano, cuando volvían con sus propias familias al pueblo.
Las semanas de aislamiento de la cuarentena transcurrieron con tranquilidad en la residencia. Alonso y Mercedes las vivieron con preocupación pero sin angustia. La enfermedad no consiguió traspasar las paredes. Durante todo ese tiempo, él estuvo al tanto de la evolución de la enfermedad gracias a su vieja radio Grundig. Pasó las largas horas de esa primavera de cautiverio preventivo escuchando las noticias y resolviendo crucigramas de las revistas de pasatiempos que encargaba al personal de la residencia. Ella, aficionada desde joven a la lectura, leía libros de la pequeña biblioteca del geriátrico, y de vez en cuando alguna que otra revista del corazón que encargaba por el mismo cauce que Alonso. Le gustaban también las labores de costura. Las practicaba cuando se encontraban a solas los dos en su habitación, mientras escuchaban juntos la radio o charlaban; porque a pesar del tiempo que llevaban juntos, todavía tenían cosas que decirse. Hablaban mucho: del pasado, del presente, no tanto del futuro porque en eso no querían pensar, de sus hijos y de sus nietos, de la gente del pueblo, y por supuesto también de la enfermedad.
En sus largas conversaciones, de vez en cuando recordaban su canción, ese hermoso bolero que les había acompañado toda la vida, desde aquella noche lejana en la que lo bailaron juntos bajo las banderolas y farolillos de la verbena en las fiestas del pueblo y él le dijo por primera vez que la quería:
Toda una vida me estaría contigo
no me importa en qué forma
ni dónde, ni cómo, pero junto a ti.
Siempre sería su canción, y aún la cantaban juntos muchas veces cuando la nostalgia les venía a visitar.
Pasaron lentas las semanas y la cuarentena fue levantada. Poco a poco el país se instaló en una nueva normalidad impostada, embozada en mascarillas y purificada en alcohol. Les permitieron por fin salir al patio, aunque siempre con la ayuda de los empleados porque ambos eran prisioneros de sus limitaciones, y pudieron sentir de nuevo el viento y el sol en sus rostros.
En agosto recibieron la visita de sus hijos, por separado, aprovechando el desplazamiento de las vacaciones, sin contacto, con frases cariñosas y lágrimas oportunas. Les entregaron un teléfono móvil para estar comunicados, uno de esos con teclas grandes y escasas funciones, básico y austero. “Total, con que os sirva para hablar con nosotros es más que suficiente”.
Poco a poco los días fueron acortándose. Llegó el otoño y los cielos se tornaron grises. Las mañanas se despertaron lluviosas y cargadas de oscuros presagios. Sin que nadie hiciera nada por evitarlo, la enfermedad se encolerizó de nuevo, tomó fuerza y arrastró otra vez sin piedad vidas e ilusiones, con el empuje desatado de un ciclón.
3.
Durante un tiempo la enfermedad rondó la residencia con sigilo, asedió invisible los muros mientras afilaba sus colmillos, y finalmente, aprovechando un inevitable descuido, allanó en silencio sus puertas; se agazapó en su interior; circuló secreta e inadvertida durante un par de días por los pasillos, salones y aseos; se sentó junto a los ancianos en el comedor y en los sillones frente al televisor; jugó con las risas, los abrazos y las caricias; emponzoñó el agua, la comida y el aire; convirtió en enemigo todo lo que hasta ese momento había sido inocuo. Cuando los primeros indicios de su presencia se hicieron evidentes, ya fue demasiado tarde para atajarla.
4.
Una mañana les obligaron a taparse la boca y la nariz con mascarillas. Hasta ese momento tan solo las habían llevado los empleados de la residencia. Él preguntó si realmente era necesaria.
— Es el protocolo, Alonso —le contestaron.
El protocolo también dictaba que se redujeran los grupos. Se establecieron tres turnos en el comedor, se cancelaron las actividades lúdicas y de rehabilitación, se prepararon dos nuevas salas de estar, se prohibieron las visitas y las salidas al patio y se redistribuyó a los internos ocupando las habitaciones de la segunda planta, que todavía no había sido inaugurada.
A Mercedes no le extrañaron estas nuevas incomodidades, las admitió con docilidad, pero a él, que cada mañana escuchaba atentamente las noticias en la radio, se le encendieron las alarmas.
— Estos barruntan algo y no nos lo quieren decir.
Dos días después los aislaron en sus habitaciones.
— Mientras estemos juntos, a mi me da igual —dijo Mercedes resignada.
Recluidos en sus habitaciones, se refugiaron en el pasado, se parapetaron en los recuerdos, en su amor inagotable, en aquel bolero que siempre fue la banda sonora de su relación, aquella melodía que habían bailado cientos de veces a lo largo de los años en el salón de su casa, en la cocina, en el dormitorio, cuando nadie los veía, tarareándola en susurros:
Toda una vida, te estaría mimando te estaría cuidando, como cuido mi vida que la vivo por ti.
Ya no la bailaban, no porque no quisieran, sino porque no podían, porque la silla de ruedas y el concentrador de oxígeno se lo impedían.
La mañana del segundo día de aislamiento, se personó en su habitación la enfermera, cubierta de pies a cabeza con un traje blanco que no dejaba un centímetro de piel al descubierto. Les tomó la temperatura y la tensión arterial, a Mercedes también la saturación del oxígeno, y apuntó todas las mediciones en una libreta. Después, despacio y ayudándose de palabras tranquilizadoras, introdujo un largo hisopo en sus fosas nasales que les produjo una desagradable sensación, y a continuación los guardó en sendos tubos de ensayo que cerró herméticamente, escribiendo en cada uno de ellos una referencia.
La tarde discurrió tranquila, Alonso con sus crucigramas y Mercedes con sus labores de costura. Al atardecer les trajeron la cena: unas sopas de estrellitas, una rodaja de merluza rebozada y una manzana. Cuando terminaron, él puso la radio para escuchar las noticias. Ella estaba pálida y apagada.
— Te has dejado media cena —dijo Alonso—. ¿Te pasa algo?
— No me encuentro muy católica, Alonso. Hoy me voy a acostar muy temprano.
Aquella fue una mala noche para Mercedes. Le dieron accesos de tos incontrolada y tuvo dificultades para respirar. A altas horas de la madrugada comenzó a sentir frío. Alonso pulsó el llamador y la auxiliar del turno de noche tardó en venir más de lo acostumbrado. Cuando finalmente apareció lo hizo ataviada de la misma forma que la enfermera de la mañana. Les tomó la temperatura a ambos con un termómetro que semejaba una pistola, primero a ella, luego a él. Después tomó la saturación de oxígeno a Mercedes. Los ojos de la trabajadora a través de la pantalla que los cubría eran tensos y de una seriedad que alarmó a Alonso. Preguntó por el resultado de las mediciones, pero la auxiliar tan solo le contesto con un escueto “no os preocupéis” que a él no le convenció.
A la mañana siguiente, se llevaron a Mercedes de la habitación.
5.
Los separaron dos días antes de su cincuenta y cinco aniversario.
Se la llevaron de su lado a primera hora de la mañana, con dulzura, con palabras amables, con frases tranquilizadoras pero cargadas de negros presagios: “tienen que hacerte unas pruebas en el hospital, Mercedes, y después vuelves con Alonso”. Cuando él intentó despedirse de ella con un beso, se lo impidieron con una amable pero enérgica actitud.
— Adiós, amor —le susurró Mercedes lanzándole una triste mirada subrayada por una dulce sonrisa de resignación mientras se la llevaban de la habitación en una silla de ruedas.
A él estas palabras se le antojaron cargadas de la irrevocable convicción de que la despedida era definitiva. El nudo de angustia que oprimía su garganta le impidió contestar; tan solo pudo hacer un gesto de despedida con la mano intentando ocultar la desazón que lo asolaba.
Se quedó solo en la habitación, sentado en el sillón junto a la ventana, con el tic-tac del reloj despertador marcando el silencio. Contempló sobre la mesita de noche las gafas de Mercedes y su libro a medio leer, con una estampita de un santo usada como marcador de lectura sobresaliendo de sus páginas amarillentas. En la mesa auxiliar descansaba, junto a la radio, su costurero y la labor que había dejado a medio terminar la noche anterior. Se sintió abandonado, incapaz de llorar, aunque deseaba con vehemencia poder hacerlo, incapaz de quitarse de la cabeza aquel “adiós, amor” cargado de desamparo, aquella mirada de dolorosa comprensión que Mercedes le había regalado en su despedida.
A media mañana le trajeron el desayuno y su medicación e hicieron con prisas las camas desechas mientras le dedicaban frases que a él le parecieron huecas.
Intentó distraerse con un crucigrama, pero no comprendía las definiciones o no encontraba las palabras precisas. Conectó la radio, pero a los cinco minutos la apagó, porque la tertulia que escuchaba, cargada de risas y bromas, le resultaba ajena y remota.
Llegó la hora de la comida. No le trajeron noticias de Mercedes. Apenas tocó el plato porque la angustia le había cerrado el estómago.
A media tarde le sobresaltó el timbre del teléfono móvil. Lo descolgó esperando noticias de su mujer. Era su hijo José Luis.
— ¿Qué tal estás, papá?
— Yo bien, pero a tu madre se la han llevado esta mañana.
— Ya lo sé, papá. Está en el Hospital. Me han llamado de la residencia para decírmelo.
— Tiene el virus… ¿Verdad?
— No… No lo sé. Creo que no. Le están haciendo pruebas. Pero tú estate tranquilo, que ella está bien atendida.
Pero él sabía que le estaba mintiendo.
Atardeció. Ella no regresaba. Le trajeron la cena, le dieron la medicación, le ayudaron a acostarse. Preguntó nuevamente por Mercedes, pero le contestaron con evasivas.
Le dejaron a solas de nuevo apagándole la luz, pero él la volvió a encender desde el interruptor de la mesita de noche.
Echó un vistazo a la cama de su mujer, vacía, sin deshacer, con su camisón perfectamente doblado a los pies, el concentrador de oxígeno silencioso y abandonado junto a la cabecera, sus gafas, su libro, su costurero, su bata colgada del perchero de la pared… Todos aquellos objetos, que tan solo tenían sentido cuando Mercedes estaba allí, eran los dolorosos testimonios de su ausencia. Sin ella, la habitación era una celda fría y hostil. Sintió profunda en su pecho la angustia de la soledad, que se materializó con un dolor agudo en la boca del estómago y una poderosa sensación de fatalidad. Apagó de nuevo la luz con mano temblorosa y se refugió en la oscuridad. Permaneció despierto hasta muy avanzada la madrugada, incapaz de llorar, incapaz de verter una sola lágrima de alivio. Después, poco a poco, el dolor fue remitiendo, le venció el cansancio y acabó cayendo en un compasivo sopor que le procuró unas horas de inconsciente paz.
6.
El día amaneció gris, invernal, frío para los cuerpos y los sentimientos.
A Alonso le despertó el dolor de su cadera maltrecha, pero al recordar los sucesos del día anterior, este sufrimiento pasó a un segundo plano. Miró a la cama de su derecha, con la esperanza de encontrar en ella a Mercedes, con la fugaz ilusión de que tal vez todo había sido un sueño. Pero no. La cama estaba vacía, sin deshacer, tal como la había dejado la noche pasada.
Le abrumó de nuevo la idea de la soledad, y esta vez sí, pudo descargar un par de lágrimas que le resbalaron por los surcos de las arrugas de sus ojos. Se las enjugó con manos temblorosas y se dispuso a afrontar aquel día de angustiosa espera con callada resignación.
Esa mañana no pudo desayunar, tampoco pudo comer. Cuando vinieron a recogerle los platos casi intactos, le reprendieron con amabilidad.
— No puede ser, Alonso… No has comido nada.
— Pero es que estoy muy preocupado por mi mujer. Se la llevaron ayer y es raro que todavía no me la hayan traído.
— Tienes que tranquilizarte. Cuando se la llevaron ayer no estaba tan mal, ¿verdad?
— Yo creo que no, pero…
— Pues ya está, será cuestión de un par de días, no te preocupes.
“¿Pero cómo no voy a preocuparme?”, pensó, “con lo que tenemos por ahí suelto”.
Si tan siquiera pudiera hablar con ella, verla aunque fuera un simple instante, saber cómo se encontraba. Si no estaba bien, si había empeorado, quería estar junto a ella; “y si tiene el virus, me da igual que me lo contagie, que si tenemos que irnos, nos marchemos juntos”
Otra tarde de soledad, sentado frente a la puerta de la habitación, esperando noticias, contando los tic-tac del reloj; viendo evolucionar la tarde en las sombras de la pared; rezando no, porque nunca había sido devoto, pero si encomendando sus esperanzas a no sabía qué poder superior.
Aquella noche, arropado en la oscuridad, rememoró su más de medio siglo junto a Mercedes. Recordó cuando siendo adolescentes, él iba a rondarla a la puerta de su casa; su primer baile, su primer beso, el primer día que atenazados por los nervios hicieron torpemente el amor; el día en que se comprometieron; el día, el bendito día, en el que se casaron; la penuria que les obligó a abandonar el pueblo para buscarse la vida lejos; los largos y grises años que pasaron en un país extraño, apartados del sol; el nacimiento de sus hijos; el regreso a la tierra con los ahorros que les permitieron comprarse una casa en el pueblo; los años de madurez que transcurrieron a una velocidad de vértigo; la partida de sus hijos para hacer su propia vida; y finalmente, la llegada de la vejez, con su carga de nostalgia y sus problemas de salud; y dando cohesión a todos estos recuerdos, la dulce melodía de su eterno bolero.
No me cansaría de decirte siempre pero siempre, siempre que eres en mi vida ansiedad, angustia y desesperación.
7.
El tercer día sin Mercedes amaneció soleado.
Miró la fecha en el calendario de la pared, aunque de sobra sabía en que día se encontraba. Era el día de su aniversario. Cincuenta y cinco años junto a la única mujer que había amado en su vida, la persona que más quería en el mundo, más incluso que a sus hijos, que hacía ya veinte años se habían convertido casi en unos extraños al otro extremo del país y con los que apenas hablaban, como decía Mercedes, de pascuas a ramos. Cincuenta y cinco años desde que se dieron el “sí, quiero”.
Toda una vida.
Y por primera vez en todos esos años, no podían celebrarlo juntos.
La mañana discurrió teñida de tristísima nostalgia. Le ayudaron a sentarse en el sillón junto a la ventana y ya ni siquiera preguntó por Mercedes porque no tenía fuerzas para escuchar falsas explicaciones de compromiso.
A media mañana sonó el teléfono móvil. Miró la pantalla. Era su hija.
— ¿Diga?
— Soy yo, papá, Ana María.
— Ah…
— Papá, ¿cómo estás?
— Yo estoy bien, pero no sé nada de tu madre, no me quieren decir nada de ella. Se la llevaron hace dos días y no sé nada desde entonces. Solo me dicen que le están haciendo pruebas en el hospital.
Hubo una larga pausa. Alonso escuchó un apagado susurro al otro extremo de la linea. ¿Un susurro o un sollozo?
— Papá… Mamá ya no va a volver.
Estas palabras, pese a que anunciaban algo que él, en su interior, de alguna forma ya sabía, cayeron sobre sus hombros como una losa. Sus manos temblorosas dejaron caer el teléfono sobre sus piernas. La voz de su hija continuaba escuchándose, disminuida a través del pequeño altavoz del aparato, hasta que finalmente se cortó la comunicación.
Se quedó sentado en el sillón, junto a la ventana, sintiendo la cálida caricia del sol bañando su rostro a través de los cristales. Cerró los ojos y a su mente acudió vívida la imagen de Mercedes en la plenitud de su juventud, vestida con su traje de boda, sonriéndole mientras se acercaba del brazo de su padre al altar donde él la esperaba mirándola con tierna complicidad. Cuando los abrió de nuevo, se sorprendió al observar una hermosa mariposa blanca que agitando delicadamente sus alas se posaba sobre el alféizar de la ventana, e inexplicablemente, esta visión le produjo una sensación de extraño consuelo, porque intuyó en ella la sutil presencia de su mujer.
— Feliz aniversario, amor mío —murmuró para sus adentros.
La mariposa alzó de pronto el vuelo y tras evolucionar ingrávida al otro extremo del cristal durante unos instantes, se perdió finalmente en las alturas.
Otra vez se sintió solo. Notó nuevamente el aguijón de la angustia y un repentino malestar se hizo fuerte en la boca del estómago. Comenzó a sudar. El malestar se convirtió en un dolor agudo que se extendió hacia su pecho. Se llevó la mano al corazón y cerró los ojos. Se sintió muy cansado, más que nunca. La vida le pesaba tanto que ya no podía con ella. Sin Mercedes a su lado no tenía nada que hacer allí. Un sueño irresistible se apoderó de él y se dejó llevar hacia la inconsciencia, sin resistirse, sin luchar, mansamente.
8.
Le despertaron las notas suaves de su bolero, sonando desde su viejo transistor Grundig sobre la mesilla de noche.
Toda una vida me estaría contigo no me importa en qué forma ni donde, ni cómo, pero junto a ti.
Miró hacia la cama de su mujer. Mercedes estaba sentada en el borde, con las manos sobre su regazo, joven y hermosa otra vez. Tenía de nuevo el pelo largo y ordenado en un bonito recogido adornado con pequeñísimas flores blancas y rojas, sus ojos negros grandes y brillantes, sus labios de carmín dibujando una inmensa sonrisa. Estaba radiante, luminosa como un ángel, como el día en que se casaron, cuando todo eran promesas y felicidad, cuando tenían toda la vida por delante y ningún miedo al futuro.
Ya no había rastro de su dolor, de ningún dolor. Bajó la vista hasta sus manos; no estaban viejas ni arrugadas; eran las manos de un hombre joven. Se levantó del sillón, sin sufrimiento, sin torpeza, porque sus piernas ya no eran las piernas escuálidas y torpes de un anciano postrado. Mercedes también se levantó de la cama y no estaba atada al concentrador de oxígeno. Llevaba puesto su vestido de novia, blanco, sencillo, inmaculado. Él también vestía su traje negro de boda.
Se acercaron el uno al otro en silencio. Él la agarró por la cintura y ella le abrazó pasando las manos sobre sus hombros. Juntaron sus mejillas y comenzaron a moverse al ritmo de la música.
Toda una vida, te estaría mimando te estaría cuidando, como cuido mi vida que la vivo por ti. No me cansaría de decirte siempre pero siempre, siempre que eres en mi vida ansiedad, angustia y desesperación. Toda una vida me estaría contigo no me importa en qué forma ni donde, ni cómo, pero junto a ti.
Lentamente, mientras la habitación iba perdiendo nitidez a su alrededor, bailando al ritmo de su hermoso bolero, traspasaron juntos de nuevo, el umbral de la eternidad.

Cáceres, 28 de noviembre de 2020
Relatos anteriores:
28 noviembre 2020 a las 20:27
Intenso, emotivo…me ha roto el alma. Alguna lágrima se escapó por mis mejillas. Gracias por escribirlo.
28 noviembre 2020 a las 20:37
Gracias a ti por leerlo. Si te ha llegado al corazón ha cumplido con creces su objetivo. Es mi pequeñísimo homenaje a las personas mayores, que son las víctimas más desvalidas de esta maldita pandemia.
28 noviembre 2020 a las 21:00
Ha tenido que ser duro escribir desde tan dentro…Gracias por dejar que conozcamos una maravillosa historia de amor, que ha debido de ser en esta pandemia tan maravillosa como numerosa, gracias por contribuir a que las personas no sean números.
28 noviembre 2020 a las 21:16
Gracias por tu comentario. Efectivamente, esta pandemia está dejando innumerables historias de hondo calado humano que cuando todo termine deberán ser recopiladas para que la sociedad sea consciente de ellas.
29 noviembre 2020 a las 10:44
Otro bonito relato, un poco triste pero muy realista y conmovedor en los tiempos que estamos viviendo, nunca dejes de sorprendernos con tus historias, estaremos esperando la siguiente.. .. Gracias S.J. A
29 noviembre 2020 a las 11:11
Muchas gracias, Javi, siempre es agradable escribir sabiendo que hay alguien que te lee y que disfruta con ello. Es triste, tienes razón, pero tenía pendiente escribir uno sobre este tema… No obstante, me comprometo a que el próximo sea un relato optimista…
29 noviembre 2020 a las 22:11
Lo has contado tan bonito que ha sido imposible contener las lágrimas. Ojalá solo fuera un cuento.
29 noviembre 2020 a las 22:49
Muchísimas gracias por esas lágrimas, que realmente son de empatía con las víctimas de esta pandemia… Desgraciadamente nunca asumiremos en toda su plenitud el drama humano que dejará en todo el mundo cuando consigamos dominarla.
5 diciembre 2020 a las 19:24
Emotivo y doloroso relato, aunque lo has narrado dejando la esperanza del amor que todo lo suaviza. Un saludo.
5 diciembre 2020 a las 20:07
Gracias por tu comentario, manolivf. Tienes razón, he caído en la debilidad de suavizar el dolor de la historia con un final con un toque de realismo mágico… Pero es que el relato, además de tratar sobre el sufrimiento que la enfermedad está causando entre las personas mayores, es también una historia de amor y de cómo este puede ser tan fuerte en la vejez como lo es en la juventud. Un saludo.